José María Marco
Zurbarán
Entre los grandes pintores de nuestro país, Zurbarán no es el mejor representado en el Museo del Prado. Por eso es tan importante la donación de Plácido Arango, que entre otras obras añadirá tres del maestro extremeño, dos Inmaculadas y un San Francisco, a la colección. Por eso también hay que celebrar la exposición que dedica a Zurbarán el Museo Thyssen Bornemisza, enfrente mismo del Prado. Se pueden contemplar obras de todas las etapas del maestro, desde sus primeros años sevillanos hasta algunas de las últimas, pintadas en Madrid, entre ellas, alguna apenas vista hasta ahora. Presenta también una selección de obras del taller y una extraordinaria muestra de los bodegones de su hijo, Juan de Zurbarán, muerto muy prematuramente de la peste.
En Zurbarán se ha destacado siempre la elegancia, la audacia y la naturalidad con la que crea y combina los colores, la discreción al tratar el dolor, la calidad escultórica que crea una presencia inmediata, nunca perdida a pesar de la evolución del estilo hacia perfiles más difuminados, algo que se percibe muy bien en la exposición. Todo esto resulta afín a la sensibilidad actual aunque, como subraya la gran especialista Odile Delenda, la pura belleza pictórica abre la vía a algo más.
Zurbarán tiene la capacidad de transformar la experiencia estética en otra de orden espiritual. Si su pintura resulta tan conmovedora, es porque descubre en todo lo que retrata, incluidos los animales, las frutas, las flores y los objetos, incluso el más cotidiano, el signo de una presencia espiritual. Y como la dedicación a los motivos religiosos es casi absoluta, de lo que trata su pintura es precisamente de cómo la realidad cobra una dignidad sagrada, a la que todo remite. Desde el martirio como testimonio de la fe hasta las labores y el sueño de la Virgen niña, gracias al cual participamos del milagro absoluto de la visión de Dios, o el sufrimiento de Cristo durante la Pasión, que constituye el eje radical de todo el trabajo del pintor, allí donde se realiza la esencia de la Creación redentora y, claro está, la emoción se desborda. La pintura religiosa española tiene el don de no perder nunca su carácter sagrado. En el caso de Zurbarán esta virtud llega aún más lejos. Sus obras convierten el espacio en el que se exponen en un templo a la dignidad de la vida, la vida eterna. No es mala lección para los tiempos que vienen.
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