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Tribuna

Le cuento: volví del futuro y aterricé en el pasado

Es por eso que digo que visité el futuro. No porque Argentina o Chile estén adelante, sino porque ya han recorrido un camino hacia el pasado que puede proyectar vuestro futuro. Un camino que parece agotador al final, vayas por donde vayas, ya sea paso a paso o todo de una vez

Permítame la licencia. Regresé del futuro. Otra vez. Si la comparación le resulta odiosa, no se altere. Tal vez encuentre utilidad en lo que sigue, no como consuelo, sino como advertencia. Como esas guías que la Unión Europea quiere imponer a los Estados ante una eventual crisis: guerra, ciberataques, desastres naturales. Esta columna podría sumarse a un capítulo extra: qué hacer cuando los populismos acechan. Todos a los búnkeres.

He regresado a España de un viaje que pasó por Buenos Aires y Santiago de Chile. Veinte mil kilómetros volados por Iberia, dos de ellos entre continentes, varias zonas horarias cruzadas y una hora tomada por el cambio estacional del domingo. Y van no se cuantas millas Avios. Pero la turbulencia no fue producto del desfase horario, sino la sensación de déjà vu. No perdí la maleta ni los alfajores argentinos, aunque sí mi ingenua ilusión de una discusión algo más apaciguada.

Arribar a Madrid y escuchar, de boca de los políticos, ideas y argumentos que ya habíamos escuchado –y sufrido– en América Latina. Un declive que puedo rastrear en la Argentina de 2013 o 2015. O en el Chile actual de Gabriel Boric. Pero en 2025, aquí, llegan con una frescura impensada. Incluso porque debieran tener fecha de vencimiento.

A veces, una visita al otro lado del sur atlántico no es un viaje exótico, sino un vistazo al futuro. Una especie de «adelanto» de lo que podría suceder en Europa si ciertas lógicas se mantienen. Sí, es irónico. Porque no se espera que el sur tenga una bola de cristal. Pero ahí está, a simple vista de cualquier rústico observador.

El repaso comenzó cuando Yolanda Díaz levantó una ceja respecto a las universidades privadas. Eso fue seguido por María Jesús Montero –la primera vicepresidente– apareciendo en los medios, declarando: «Lo que no se puede permitir es un sistema donde quienes pueden pagar sean privilegiados.» Poco después, tachó de «vergüenza» la absolución en el caso de Dani Alves y lamentó que «se diga que la presunción de inocencia viene antes de la declaración de jóvenes valientes que deciden denunciar al poderoso.» Luego se disculpó, explicando que no había sido su intención cuestionar el principio de inocencia –aunque literalmente lo había hecho.

Pero la interferencia no se detuvo ahí. El ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, eligió otro modo: en su opinión, este tipo de resoluciones judiciales deberían ser «muy bien explicadas», para que las víctimas no pierdan –dijo– la fe en las instituciones. La resolución tenía un centenar de páginas. No se le puede acusar de ser breve. Quizás no la leyó. Pero más inquietante que su prisa fue la farsa de dar lecciones desde el Ejecutivo sobre cómo deben redactarse las sentencias.

El mensaje básico es elemental: si un juez no dice lo indeleblemente esperado, es porque responde a intereses ocultos; si una universidad no tiene carácter público, es ilegítima; si un medio de comunicación es crítico, está en connivencia con «los poderosos». Todo tan vetusto y repetido.

He estado aquí antes. En 2012, Cristina Fernández de Kirchner defendió el establecimiento de universidades públicas en el área metropolitana bonaerense diciendo: «No todos pueden llegar a la Universidad de Buenos Aires. Así que la universidad tiene que llegar a la gente.» Pero también dijo algo más: que estas academias se usarían para «formar cuadros políticos del proyecto nacional y popular.» Lo hizo en José C. Paz, donde inauguró un campus universitario. La educación como medio de adoctrinamiento, financiado por el Estado.

No es que no se necesite educación superior en áreas desfavorecidas. Fue una descentralización del sistema muy necesaria en Argentina. Pero lo que se construyó no fue un sistema de excelencia accesible para todos, sino una máquina de reproducción ideológica. Una curiosidad: la Facultad de Periodismo de La Plata –una de las más antiguas y prestigiosas del país, que una vez rivalizó con las mejores de América Latina– pasó a otorgar un premio a Hugo Chávez y a declarar a periodistas críticos «personas no gratas.» Todo con fondos públicos. Detalle: había dos fotocopiadoras en la oficina estudiantil. Una se llamó «Néstor» (por Néstor Kirchner, el expresidente). La otra, «Cristina» (en honor a Cristina Fernández de Kirchner). Imaginen una facultad pública en Madrid con una «Pedro» y otra «Begoña.» Eso es todo lo que necesitaría saber sobre lo que estoy comentando. No es la preocupación por el diploma «fácil» para el niño rico.

También hubo un auge en el discurso sobre la Justicia. Cristina se refirió al «golpe judicial» y afirmó que el Poder Judicial no se democratizó como los otros, en 2013, cuando la Corte Suprema detuvo un intento del partido gobernante de usurpar el control del Consejo de la Magistratura. Es el mismo argumento que se escucha aquí ahora: si una decisión es inconveniente, es sólo porque los juristas son parte del problema. Usted, señora –como diría el profesor Rodríguez Braun–: esto es «lawfare».

Luego está el problema mediático. Pedro Sánchez vuelve a hablar sobre «democratizar la información». Suena noble. En 2009, en Argentina, también se aprobó una «ley de medios» para democratizar el discurso. El resultado fue un ataque despiadado contra el periodismo independiente, cadenas de propaganda nacional y listas negras.

Es por eso que digo que visité el futuro. No porque Argentina o Chile estén adelante, sino porque ya han recorrido un camino hacia el pasado que puede proyectar vuestro futuro. Un camino que parece agotador al final, vayas por donde vayas, ya sea paso a paso o todo de una vez.

Cuando la sociedad se cansa de la épica, de las divisiones, del uso incesante del «nosotros o ellos», lo que elige puede ser simplemente algo que la saque de escena. Y por eso llegan los experimentos. Milei es uno. No como un comienzo, sino como un síntoma final.

«Porque no nos vamos», dijo Cristina Fernández en 2015, al dejar el poder. «Volveremos.» En efecto, volvió, disimulando detrás de Alberto Fernández. Y lo que plantó echó raíces: polarización, incredulidad, fragilidad institucional. ¿Me parece a mí o ya es muy Pedro todo esto?

La Unión Europa ya no es ese paraguas que una vez parecía proteger a sus democracias de los excesos. Si algo debe aprenderse de la situación actual en España, es que los sistemas políticos también pueden terminar saturándose aquí. Que el lenguaje populista florece incluso en estructuras que parecen consolidadas. El populismo no tiene ideología: no es de derecha ni de izquierda. Es un MÉTODO. Pregúntele sino también a Trump.

Tal vez ese «futuro» que llevo conmigo no esté tan lejano. Tal vez ya esté aquí, solo camuflado como novedad. No se trata de igualar, no se trata de exagerar. Pero sí de advertir. El populismo tiende a comenzar con grandes promesas y causas elevadas. Pero, ausente de límites, diluye la democracia desde dentro.

Regresé del futuro. Y ojo que aquí aún se vive fenomenal. O tal vez simplemente volví a reaccionar frente a un presente de un país que adoro, pero me inquieta.

Literalmente fui al futuro esta semana, también. Asistí a la inauguración del Centro de Inteligencia Artificial de NEORIS en España, un centro de vanguardia destinado a fomentar la creación de soluciones basadas en IA. Y escuchando a Martín Méndez, su CEO, describir el «alcance aún inimaginable» de la inteligencia artificial, no pude evitar sentir la disonancia:

¿Logrará la IA lo que la política humana no puede o no quiere? ¿Sería capaz una máquina de resolver el inquietante amor de cierto liderazgo por el pasado? ¿O se quedará, como nosotros, atrapada repitiendo errores ya cometidos, solo con un mejor borrador?