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Tribuna

La DANA, el cielo y el suelo

Esperemos que, de verdad, se pongan en marcha políticas y programas de gestión del territorio que sirvan para evitar, o reducir de manera significativa, episodios como el que ahora lamentamos

Me piden que escriba un comentario sobre la reciente DANA que ha afectado al SE de España. Lo hago de buen grado.

En primer lugar: conozco perfectamente la magnitud del actual cambio climático, y también las abrumadoras evidencias científicas de que la acción humana es su principal causante. Ahora bien, el que un problema sea real no implica que no existan otros. No tiene sentido que consideremos el cambio climático como la única explicación (ni necesariamente la más importante) de determinados problemas ambientales, como el que nos ocupa.

En el caso concreto de las inundaciones, es evidente que se trata de un proceso en el que intervienen dos factores, el «factor agua» y el «factor terreno». Si el agua que cae sobre el terreno supera la capacidad de infiltración de este, discurre por la superficie. Si no hay vegetación, discurre en mayor medida y con más rapidez. Y si la superficie del terreno está suelta, se erosiona con facilidad y la carga de sedimento que se genera contribuye a aumentar la gravedad y poder destructor de las avenidas que se puedan producir. Naturalmente, el cambio climático puede afectar a la frecuencia e intensidad de las lluvias. Pero no es lo único que puede cambiar. Si se producen cambios en el terreno (deforestación, roturación, excavaciones, construcciones, etc.), la respuesta del mismo ante las lluvias intensas también cambiará. Y eso es lo que parece que está ocurriendo, y de manera muy importante, a nivel global.

En las últimas décadas, y de manera creciente, las cuencas fluviales están experimentando numerosos cambios debidos a la actividad minera, la expansión urbana y la construcción de infraestructuras, así como las actividades agrícola y forestal. Esto ocurre prácticamente en todo el mundo y España no es una excepción. El resultado es que cada vez hay mayor proporción de superficies impermeables o con infiltración limitada y alta escorrentía superficial. Como consecuencia, la proporción del agua de lluvia que corre por la superficie aumenta. Además, el conjunto de cambios indicados aumenta la sensibilidad de la capa superficial del terreno, haciéndola más inestable. Esto último favorece la erosión y los deslizamientos de tierras, contribuyendo de manera importante a los caudales sólidos de ríos y arroyos y al aumento de la capacidad de destrucción de las crecidas. Para completar la gravedad del panorama, se realizan muchas construcciones y ocupaciones de zonas con riesgo de inundación, sin tener en cuenta los procesos que les afectan, en general bien conocidos por los expertos e incluso por la población local. Ejemplos de esto se han puesto de manifiesto en el reciente episodio. Como resultado neto, aunque en el futuro no aumentaran los episodios de lluvias intensas, la frecuencia y gravedad de las inundaciones aumentaría. Algo similar ocurre con los deslizamientos de tierras.

Datos recogidos en los últimos veinte años por un equipo interdisciplinar liderado por la Universidad de Cantabria, integrado por especialistas de una docena de países de cuatro continentes y publicados en diversas y destacadas revistas internacionales, han permitido obtener una imagen de la importancia de estos cambios a nivel mundial. Unas cifras nos ayudan a hacernos una idea de la magnitud del problema. Desde principio de siglo XX, la frecuencia mundial de desastres debidos a la interacción entre el agua y la superficie del terreno (esencialmente inundaciones, pero también deslizamientos de tierras) ha aumentado diez veces más que la de los desastres puramente climáticos (en los que no hay interacción con el terreno). En el último cuarto de siglo, la frecuencia de los primeros ha aumentado el doble que la de los segundos. Evidentemente, el cambio climático producido ha sido el mismo para ambos. La explicación más evidente es que el principal responsable no es el «factor agua» (cambio climático), sino el «factor terreno» (cambio geomorfológico).

En resumen, si queremos abordar la mitigación de posibles eventos futuros de este tipo, está bien que miremos al cielo, pero también y sobre todo, al suelo. En relación con el cambio climático, los necesarios esfuerzos en los ámbitos municipal, autonómico o nacional tendrán resultados muy limitados si el conjunto de los países (especialmente las grandes potencias) no hacen sus deberes adecuadamente. Las acciones en relación con el cambio geomorfológico, se pueden abordar en los tres ámbitos citados y obtener resultados tangibles, en gran parte independientemente de lo que hagan otros.

Hasta ahora, las políticas aplicadas en nuestro país, independientemente de los ámbitos territoriales que se consideren y de los partidos que hayan gobernado en los mismos, no parecen indicar que nuestros responsables públicos sean debidamente conscientes de esto. Esperemos que, de verdad, se pongan en marcha políticas y programas de gestión del territorio que sirvan para evitar, o reducir de manera significativa, episodios como el que ahora lamentamos.

Antonio Cendrero. Catedrático (jubilado) de Geodinámica Externa. Académico Numerario, Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales