El canto del cuco

El décimo de lotería

La existencia misma de cada ser humano es fruto de una cadena interminable de casualidades. Nacer es más inverosímil que nos toque la lotería

Los españoles se han despertado hoy soñando con la lotería. Con un décimo en el bolsillo hacemos castillos en el aire esperando un golpe de fortuna. Sin recurrir a la inteligencia artificial, comprobamos que hay terminaciones del Gordo más agraciadas que otras. En la vida –en el juego, el trabajo, el amor o la salud–, hay sorpresas y premoniciones. La existencia misma de cada ser humano es fruto de una cadena interminable de casualidades. Nacer es más inverosímil que nos toque la lotería. Según Anatole France, «el azar es el seudónimo de Dios cuando Dios no quiere firmar». Se llama a eso providencia. Toda nuestra biografía personal está tejida por los misteriosos hilos del azar o la providencia. Llegan buenas y malas rachas, como hay gafes y santos, o árboles que dan buena o mala sombra.

Hoy quería contarles la historia de un décimo de lotería. Me ocurrió de joven y nunca lo he olvidado. Volvía yo en el autobús, en Madrid, camino del Colegio Mayor la víspera de irme al pueblo de vacaciones de Navidad. Era ya de noche. Iba distraído, pensando en mis cosas, dispuesto a preparar la maleta. En Cuatro Caminos vi por la ventanilla una Administración de Lotería iluminada con una breve cola de gente en la puerta. Me bajé como un resorte en la parada siguiente, como si un ángel o el duende del juego me hubiera tocado en el hombro. «Voy a llevarle un décimo a mi madre», pensé, decidido. Nunca antes se me había ocurrido. Retrocedí por la acera hacia el despacho de Apuestas del Estado. De camino me paré ante el escaparate de una zapatería. En realidad, necesitaba unos zapatos. Y los compré. Me gasté el dinero que tenía y me olvidé de la lotería. Los zapatos resultaron incómodos. Caminé, Reina Victoria abajo, hasta la residencia, y, al día siguiente, inicié las soñadas vacaciones.

El día 22 me despertó el sonsonete de los niños de San Ildefonso en la vieja radio de la cocina donde mi madre preparaba el desayuno. No tardó mucho en salir el Gordo. Se oyó un alboroto. Pasados unos minutos, el locutor anunció: «¡Ha caído en la Glorieta de Cuatro Caminos!». Me llevé las manos a la cabeza. Tuve la sensación, que no ha desaparecido nunca, de que la suerte había llamado a mi puerta. Mi vida habría cambiado para bien o para mal. Desde entonces, todos los años, hasta su muerte, le llevé a mi madre un décimo de lotería en Navidad. Y nunca le tocó ni el reintegro. ¡Buena suerte a todos y feliz Navidad!