Tribuna
Después de 20 años
Hace mucho que las víctimas ya no lloran, pero sí sufren lo indecible en la soledad de las horas y la ausencia desgarradora y fría de los que no volvieron. El resto, política
El tiempo pasa inexorable. Siempre lo ha hecho, es el sino del vivir. Deja sus huellas, a veces endebles, a veces profundas. Aunque no las queremos ver ni presentir. Todo depende de la perspectiva y del momento que nos tocó vivir. Aquella mañana de una incipiente primavera que nunca olvidaremos varias explosiones sacudieron la vida de 192 personas, y dejaron más de 1.800 heridos. Se abría una tragedia que rasgó nuestra alma como pueblo, como sociedad e incluso como país. Silencio y rabia. Angustia y dolor. Desconsuelo y horror. Luego lo peor, el desencuentro político. Miseria y cierta sensación de náusea y naufragio de principios, de valores y respeto.
Minutos y horas que nos aturdieron, que nos sumieron en la incredulidad, en la rabia silenciosa, en la indignación manifiesta pero tranquila. El goteo de noticias aumentando las cifras de víctimas fue incesante. Las primeras imágenes de los trenes reducidos a un amasijo retorcido de hierro y chapa, de sangre y negrura humeante nos rompieron por dentro. Recuerdo las miradas y el semblante de las gentes que lo decían todo sin necesidad de hablar. Sensibilidad y emotividad, necesidad de consuelo. No hacían falta palabras ni lágrimas.
Fue el mayor atentado criminal y miserable sufrido en España. Un golpe tremendo, en la verticalidad misma de un país que en 72 horas acudiría a las urnas. Un por qué, un cómo es posible y un quién ha hecho este crimen abyecto, salvaje, despiadado. Personas anónimas, ciudadanos, hombres y mujeres, adolescentes y niños, jubilados, el pulso y la radiografía de nuestra sociedad estaba en esos trenes. Estábamos todos, porque todos podíamos estar en esos trenes. Un atentado indiscriminado y asesino. Planificado en trenes que se convirtieron en trenes de muerte y horror. Sólo unos segundos separaran que el tren que explosionó en la calle Téllez no lo hiciera en la estación de Atocha y en vía paralela a otro tren que sí explosionó con la intención de atrapar a los viajeros que esperaban en los andenes. Lo habían urdido para matar, para asesinar y segar el mayor número de vidas posible.
Recuerdo dónde estaba, qué hice, qué sentí, a quién llamé y en quién pensé en esos segundos iniciales. Todos los que estábamos en Madrid, como en el resto de este desabrido país, hicimos lo mismo. Sobrecogidos, sobrepasados por el drama y lo que se veía venir. Silencio atronador en las calles, en las oficinas, en las universidades, en los colegios. Movilización ciudadana que quería ayudar, donar sangre, hacer lo que fuere. Siempre pacíficos, siempre desde la solidaridad y la ayuda. Qué lección aquellas horas, aquel día. Aquella tarde, disipado el humo de la muerte y cuando ya la cifra de víctimas y dolor cabalgaba lenta hacia las 200 víctimas, Madrid seguía aturdido por la incomprensión de una brutalidad sin parangón.
El tiempo se detuvo aquel fatídico día para cientos de familias. La vida y la muerte se hicieron más próximas a todos. Fuimos más conscientes de lo que la barbarie, la violencia, el terrorismo es capaz de provocar. Nos golpearon en nuestros corazones. No hubo explicaciones ni porqués. Simplemente bombas listas para matar, como todas. A inocentes. Todos podíamos estar en esos trenes. Sin importar ni religión ni ideología ni ocupación.
Veinte años después queda un recuerdo intenso de aquel día y los días que siguieron donde todo se tiñó de mezquindad y cierta contaminación política y mediática. Días donde nuestra democracia se sintió vulnerada y donde nuestra sociedad se tensionó a extremos impensables. Conviene no olvidarlo. El miedo, la incertidumbre y la propia necesidad del ser humano de saber los por qués que expliquen o trataren de hacerlo una atrocidad de ese calibre se abrieron paso con mucha rabia, indignación y en algunos extremos con comportamientos que nunca deben ser admisibles. Aquel viernes 12, aquella tarde triste y lluviosa en aquella manifestación, muchos dieron rienda suelta a su rabia, a su indignación y a exigir la verdad.
Pienso ahora en las víctimas. Quienes perdieron a sus familiares, padres, hijos, hermanos, abuelos, etcétera. Pienso y me pregunto, sin ánimo de invadir su intimidad, cómo están, cómo han sido estos años, cómo han sufrido el punzante dolor de la muerte de sus seres queridos, de los días de aquella comisión de investigación donde España se sobrecogió ante las palabras de Pilar Manjón que dejaron en evidencia a los propios políticos.
11 de marzo. El silencio de la ausencia, el recuerdo que se difumina en nuestra mente, la voz que martillea y que ya no percibimos en su nitidez real. Lesiones que no se curan, que cicatrizan el alma. Secuelas con las que aprendemos a convivir y sentir por los poros de nuestra piel, nuestros sentimientos. Las víctimas nos dieron una lección de vivir, de humanidad y valor en tiempos donde todo se relativiza.
Una fecha marcada para siempre en nuestras vidas. Miro a mis hijos y les veo con toda la vida por delante. Muchas veces les he hablado de la locura del terrorismo, de la falsedad de las guerras y las mentiras sobre ellas y que están matando, masacrando o haciendo carnicerías. La tragedia en suma, del ser humano, el lobo para consigo mismo y los demás. La tragedia de la fragilidad humana pero también de lo que es capaz la banalidad del mal. Han pasado veinte años, pero para las familias solo es otro día más, no la foto de los políticos y el semblante serio y aparentemente compungido portando coronas de laurel. Hace mucho que las víctimas ya no lloran, pero sí sufren lo indecible en la soledad de las horas y la ausencia desgarradora y fría de los que no volvieron. El resto, política.
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