Tribuna

Detrás de todo mito siempre hay una verdad

Si solo una mínima parte de las declaraciones de este «nuevo Lear» fueran ciertas, la historia de nuestra civilización, y nuestra propia autopercepción como especie, cambiarían radicalmente

John Lear me impresionó. Es cierto que cuando lo conocí yo no había cumplido aún los veinte y aquel era mi primer viaje a los Estados Unidos. Fue su aplomo lo que me dejó estupefacto. John era un tipo no muy alto, de pelo cano y abundante, escondido tras unas Rayban Aviator oscuras y vestido con un traje caro, impecable, que lo hacía parecer un congresista. Se había hecho famoso por haber aterrizado su bimotor en el aeropuerto de San Francisco, tras un vuelo rasante bajo el Golden Gate, en una jornada de niebla. Claro que también era hijo del inventor de los jets Lear y podía permitirse aquellas cosas. Pero lo que me había llevado a conocerlo no era su pericia aeronáutica sino una conferencia que acababa de pronunciar en el Hotel Hyatt de Los Ángeles. Allí, escoltado por cinco guardaespaldas, el heredero del imperio Lear soltó aquello tan cinematográfico de «lo que les voy a contar puede poner en peligro mi vida».

Corría mayo de 1991. Era la época en la que la prensa rumoreaba que el Departamento de Defensa escondía en Nevada una base supersecreta llamada Área 51. El gobierno todavía no había reconocido su existencia, pero los frikis de los platillos volantes ya sospechaban para qué servía. Según ellos, era parte de un proyecto de retroingeniería en el que estaría duplicándose tecnología de ovnis estrellados para el proyecto de bombarderos invisibles Stealth. Y Lear había viajado a Los Ángeles para a apuntalar esa idea. Según este ex piloto de la CIA, su país no solo poseía naves alienígenas caídas y recuperadas en diversas partes del globo, sino que había establecido una suerte de pacto de colaboración con sus creadores: tecnología a cambio de cobayas humanos.

Una década antes, la serie de televisión «V» hablaba ya de algo parecido. Los aliens eran lagartos que habían llegado para abastecerse de carne humana y habían tentado a los gobiernos del planeta con un acuerdo idéntico. Aquello, claro, no había quien se lo creyera. Sin embargo, cuatro años más tarde, bajo la administración Clinton, la Casa Blanca reconoció abiertamente la existencia del Área 51. Se trataba, admitieron, de una formidable instalación militar en la que habían estado ensayando los aviones espía SR-71 y U2, y construyendo los primeros cazabombarderos capaces de eludir el radar. Aunque, eso sí, ni palabra sobre ovnis o pactos extraterrestres.

Todo esto viene a cuento porque, casi al tiempo que el pasado 31 de mayo la NASA celebraba una comparecencia pública de cuatro horas exigiendo «información de calidad» para poder evaluar científicamente el misterio de los No Identificados, un nuevo «John Lear» ha aparecido en escena. El momento llama la atención. Es la primera vez en sus casi 70 años de funcionamiento que la agencia norteamericana del espacio se pronuncia sobre los ovnis. Su postura siempre había sido evasiva, cuando no hostil, hacia ese asunto. En 2008 se había encarado incluso con Edgar Mitchell, piloto de la misión Apolo 14, cuando –como Lear– este declaró abiertamente su convencimiento de que parte de la tecnología aeronáutica del país se había obtenido de naves extraterrestres recuperadas. No una, sino varias. Como la de Roswell, supuestamente capturada en Nuevo México en 1947.

Pues bien, poco después de la prudente conferencia de NASA, un ex funcionario de inteligencia llamado David Grusch ha vuelto a sacar este asunto a colación. Sus palabras llevan una semana resonando en Norteamérica. Grusch, con una impecable hoja militar de catorce años de servicio, ha declarado haberse visto moralmente empujado a denunciar que el Pentágono posee materiales «de origen exótico» creados por «inteligencias no humanas», procedentes de operaciones de «recuperación» en todo el mundo. No ha presentado pruebas.Este «garganta profunda» –cuya historia aún es casi inédita en España, pero circula ya por las webs europeas de The Guardian o Le Parisien– se suma a una nómina de la que ya no sé qué pensar. En mi lejano encuentro con John Lear aprendí que una de las técnicas más comunes usadas por los servicios de inteligencia para desacreditar cualquier información molesta, consiste en engordar una noticia fidedigna con detalles espurios hasta convertirla en inaceptable. Es algo que vemos a diario en política. Y ante ello, en el caso que nos ocupa, caben dos posibilidades: o David Grusch es un peón que el Pentágono, molesto con que la NASA les exija datos para su investigación, ha puesto en juego para embarrar el debate y mantenerlo en lo fantasioso… o hay algo tras esas «recuperaciones» que es cada día más difícil de secretear y que algún día terminará aflorando como lo hizo la propia existencia del Área 51.

Comprendo que esto, a muchos, les resulte demasiado imaginativo. A mí también me pasa. Pero si solo una mínima parte de las declaraciones de este «nuevo Lear» fueran ciertas, la historia de nuestra civilización, y nuestra propia autopercepción como especie, cambiarían radicalmente. Me es imposible olvidar la mirada azul del viejo John al retirarse sus Rayban y susurrarme que ya los antiguos griegos creían que los dioses, de tarde en tarde, arrojaban escudos y ánforas de hierro desde el cielo, que ellos recogían y tomaban como modelos, replicándolos.

«Recuerde», me dijo bajo la atenta mirada de sus guardaespaldas, «que detrás de todo mito siempre hay una parte de verdad».

La cuestión es: ¿la hay en este?