
Tribuna
Deuda pública que propulse, no que lastre
Nos tememos que aún no somos, como no fuimos en el 2008, capaces de dar a los inversores esa predictibilidad que prescribieron los nobel Kydland-Prescott como la plataforma de partida imprescindible para que un país prospere
La mayoría de los españoles creen que la deuda pública no es de nadie hasta que una crisis les hace descubrir que es de todos y acaba teniendo para cada uno un coste muy privado. En cambio, en los países llamados «austeros» como Alemania, Holanda, Dinamarca, cada ciudadano la siente como propia y prefieren que su gobierno les endeude lo justo.
Pueden ser estados austeros, pero no por ello más virtuosos: depende de para qué se hayan endeudado y en qué momento del ciclo económico. Alemania, aunque lo parezca no es del todo ejemplar, puesto que ha dejado de invertir en infraestructuras vitales, como la cobertura 5G de internet, para no endeudarse. La muy ahorradora Merkel respondería a esta crítica que el ahorrador 62,5% de deuda sobre el PIB que legó a su sucesor, el canciller Merz, le da margen para lanzar un ingente programa de inversiones que revitalizará la fábrica teutona en problemas sin gripar su poderoso motor financiero.
Francia, en cambio, acaba de anunciar medidas draconianas de contención de su deuda pública, que ha alcanzado ya el 113% sobre su PIB, que van a acabar siendo muy privadas, porque incluyen dolorosos recortes, como congelar pensiones o reducir el empleo público y el gasto social.
Pero, además de los ciudadanos, sus valores y sus votos, son los mercados y sus «vigilantes» (así les llaman en español en Wall Street) los que pueden penalizar ipso facto al gobernante que se excede derrochando deuda pública para sus propios fines. Ignorar a los vigilantes de los bonos le costó el cargo a la primera ministra Liz Truss, recién llegada a Downing Street. Los «vigilantes» dejaron de comprar títulos de deuda pública británica porque temieron que su plan de rebajas de impuestos la haría impagable.
En septiembre del año pasado Francia igualó la prima de riesgo –el diferencial con el bund alemán– y esa ha sido la alarma que obliga ahora al primer ministro Bayrou a jugarse el cargo en lo que va a ser un otoño caliente «a la parisiènne». Jugársela él para que no se hunda el país. Una coyuntura similar a la que tuvo que enfrentarse Mariano Rajoy en julio del 2012 cuando lanzó las medidas de ajuste mientras se disparaba la prima de riesgo, porque los «vigilantes» dejaban de comprar nuestra deuda.
Y en buena medida el crecimiento español del 2,5% del PIB de hoy está en deuda con los sacrificios que hicimos todos entonces para que los mercados volvieran a creer en que éramos capaces de rectificar cuando nos habíamos excedido. Recordarán que éramos PIIGS (Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España) y cómo Berlín se negaba a financiar nuestros derroches. Pues bien, los cerditos de ayer somos envidiados hoy por nuestro envidiable ritmo de crecimiento que supera a la media europea.
La tentación ahora en que España crece es volver a estirar el brazo más que la manga y poner las necesidades de la agenda y las concesiones presupuestarias a otros partidos a cambio de apoyo parlamentario, o a determinados sectores del electorado a cambio del voto. El crecimiento económico –responden en Moncloa– permitirá pagarla; pero ese crecimiento no está tan garantizado como el gasto –ese sí que será recurrente– en que estamos incurriendo.
Y si para la España de Mariano Rajoy fue un alivio la primavera árabe y el alud de turismo masivo hacia nuestro país que huyó de ella, una caída del flujo de visitantes, como la ya vista en otras temporadas, podría hacer peligrar ese 13% de nuestro PIB que de ellos depende. También Pedro Sánchez se vio favorecido por la relajación de los límites de endeudamiento y la llegada de fondos europeos que, a causa de la pandemia, y por una vez Alemania permitió que nos llegaran.
Pero ese crecimiento, en fin, al que el Gobierno Sánchez fía ahora la contención de nuestra deuda no está garantizada, y sí, en cambio que tengamos que devolverla. Si por ahora, además, está consiguiendo prosperidad, no es compartida; porque si consigue empleo es con uno de los salarios medios más bajos de la UE. Si nos comparamos, veremos que los salarios de otro de los PIIGS, Irlanda, en los últimos 30 años se han disparado un 63% mientras que España, junto a Italia, presentan los peores rendimientos salariales en términos reales (descontando la inflación) de Europa.
Si un camarero en el Hilton de Ámsterdam gana más que un profesor de secundaria en España, es en buena parte porque a los holandeses pagar la deuda pública (43,70% del PIB: 70 puntos básicos menos que la española) les cuesta mucho menos que a nosotros; pero, sobre todo, porque los «vigilantes» de los mercados la compran ya que creen que van a ser capaces de pagar sus intereses; de tomar las medidas de ajuste en su momento si son necesarias. Y, sobre todo, de no dilatarlas, porque lleguen unas elecciones.
Arriesgarán su dinero en nuestra deuda si confían en que nuestro consenso social permitirá al gobierno de turno adoptar decisiones impopulares, incluso drásticas, cuando toque.
Y es en ese punto donde suspendemos los españoles y nuestras instituciones, porque seguimos careciendo de los mínimos consensos interclasistas, interterritoriales y transversales en lo ideológico para garantizar a los inversores internacionales, que ya tienen en sus carteras el 40% de nuestra deuda, de que sigan apostando por ella incluso si dejamos de crecer. Porque si las cosas nos van mal, seremos capaces de ponernos de acuerdo para remediarlo.
Nos tememos que aún no somos, como no fuimos en el 2008, capaces de dar a los inversores esa predictibilidad que prescribieron los nobel Kydland-Prescott como la plataforma de partida imprescindible para que un país prospere.
Los países que resistan mejor a la polarización que sufre Occidente podrán garantizar sus finanzas públicas con esos consensos. Ojalá lleguemos a ser uno de ellos.
Ana María Gil Lafuente. Catedrática de la Universidad de Barcelona. Académica de la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras
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