Cataluña

Cataluña, otro año perdido

La Razón
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Las manifestaciones separatistas celebradas ayer en distintos puntos de Cataluña –una fórmula que camufla el descenso, por otra parte evidente, de participación– han supuesto subir un escalón más en la desafección institucional de las autoridades catalanas con la presencia en las mismas del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont; la presidenta del Parlamento, Carme Forcadell, y la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, por más que esta última haya intentado nadar y guardar la ropa con el argumentario de rigor ante la realidad de que la mayoría de los barceloneses, incluidos sus votantes, a los que representa no son partidarios en absoluto del proceso soberanista. Patéticos resultaron sus intentos de no dejarse fotografiar junto con los dirigentes independentistas, con los que compartió la tribuna de autoridades. Si en algún momento, la Diada quiso ser la fiesta común de los ciudadanos de Cataluña, hace ya mucho tiempo que se desvaneció cualquier espíritu de convivencia, pero, al menos, hasta este año, los altos representantes políticos del Principado se abstenían de arrastrar a la institucionalidad de Cataluña por el barro del sectarismo. Ni siquiera el ex presidente Artur Mas se atrevió a tanto. Ha tenido que ser el actual presidente de la Generalitat quien rompiera el último atisbo de respeto a la pluralidad social de la comunidad, y lo ha hecho porque su Gobierno está en manos de los extremistas de la CUP, que le tienen emplazado con una moción de confianza, prevista para el próximo 28 de septiembre, y sin margen de maniobra alguno para rechazar sus exigencias, puesto que ya puede vislumbrarse en el horizonte político más inmediato la formación de un nuevo frente de izquierda, un tripartito radical, que acabará con él y, de paso, con cualquier posibilidad de recuperación de la influencia política que tuvo la antigua CDC. De hecho, ayer el presidente de la Generalitat volvió a demostrar que todo su programa de gobierno, cualquier línea de gestión, sigue condicionado por la estéril «hoja de ruta» separatista de sus compañeros de viaje. Así hay que interpretar los anuncios hechos por Puigdemont de que intentará negociar con el Gobierno un referéndum secesionista que sabe imposible, pero con el que intentará ganar tiempo. Lo mismo reza para el anuncio de celebrar unas elecciones constituyentes para el otoño de 2017, en las que, una vez más, su partido no tendría que competir de tú a tú con la izquierda independentista. Con todo, lo más grave es el daño que viene sufriendo el conjunto de la sociedad catalana desde hace ya demasiados meses. Prácticamente han pasado dos años sin que en Cataluña haya habido un Gobierno capaz de gestionar los intereses generales de sus ciudadanos, secuestrados por el delirio del desafío independentista, al que se ha sacrificado cualquier atisbo de racionalidad. Y ello, en unos momentos en los que la emergencia de la crisis aconsejaba aunar los esfuerzos de todos los españoles para vencer la recesión y recuperar la senda del crecimiento. Si la sociedad civil catalana, con su tejido empresarial y sus estructuras productivas, ha estado a la altura de las circunstancias, mucho mejor le hubiera ido a Cataluña, y con ella al conjunto de España, de haber contado con un Ejecutivo que se hubiera puesto a la labor, en lugar de dispersar esfuerzos y el escaso dinero público en el proceso separatista. Un Gobierno preocupado por recuperar el crédito internacional, salir de la insolvencia financiera –paliada por las inyecciones crediticias del FLA– y generar mayor riqueza para todos sus ciudadanos.