Educación

Despropósito y desigualdad educativa

La Razón
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La denuncia de las asociaciones de editores de libros de texto de las presiones que sufren por parte de las consejerías autonómicas para que se elaboren unos contenidos escolares que, en muchos casos, sólo responden a caprichos personales, resabios localistas o intereses ideológicos sectarios, tiene la suficiente gravedad como para que el Gobierno de la nación y las instituciones del Estado, que siempre han pretendido permanecer al margen, tomen cartas en el asunto, salgan de su pasividad culpable y garanticen la equidad del sistema educativo y, sobre todo, el mínimo respeto a la autenticidad de los conocimientos que se enseñan a nuestros hijos. Porque ni los padres constituyentes pretendieron que el sistema de descentralización autonómico terminara convertido en un mundo de taifas, en el que prima la desigualdad de los ciudadanos por razones de residencia, ni, mucho menos, estaba en su ánimo que la educación llegara a ser utilizada por algunos sectores políticos para minar la unidad territorial del Estado y la cohesión entre los españoles. Cuando los editores advierten de que, mediante «mecanismos bastardos», se les obliga a introducir en los libros de texto contenidos falsos, inexactos y manipulados, o, simplemente, se impone el borrado de aquello que no interesa al responsable de turno, no sólo nos trasladan la impotencia de unos profesionales de la edición atrapados en una mecánica demencial, insólita, sino la de una sociedad que, a la postre, cada vez mira con mayor desconfianza el sistema de educación pública. Se argüirá que, en muchos casos, son diferencias menores, que demuestran más aldeanismo que otra cosa, pero ni es cierto –introducir el concepto de «corona catalano aragonesa» no es venial, como no lo es sustraer a los niños canarios el conocimiento de los ríos de España– ni es aceptable esta dispersión a la que se somete a los alumnos. Y no basta con que la mayoría del cuerpo docente, como ocurre, supla con buena voluntad y conocimiento las fallas más graves, es preciso poner orden en el desconcierto y volver a la racionalidad. Porque, además, nos hallamos ante un caso de despilfarro de dinero público clamoroso, que va en detrimento de la calidad educativa y que, según la autonomía de la que se trate, perjudica en mayor o menor medida el principio de igualdad de oportunidades de nuestros jóvenes. Que en España haya que editar al año 33.222 manuales escolares diferentes y en seis lenguas distintas, que haya que hacer 17 versiones de un mismo texto de matemáticas de primaria o que se deba hacer frente a la promulgación de 450 nuevas normativas en tres años, lleva a preguntarnos si nadie incurre en responsabilidad legal alguna. Por supuesto, la responsabilidad política es clara y no afecta sólo a los responsables autonómicos, por más que sean ellos los artífices de este régimen de incoherencia pagado con el dinero de todos, sino a los líderes de los grandes partidos nacionales que han sido incapaces de llegar a un acuerdo de Estado en una materia tan sensible y tan trascendental para el futuro de España como es la Educación de las nuevas generaciones. Un pacto que establezca currículos homogéneos para todos los alumnos, ajustados a los conocimientos científicos y a las mejores normas pedagógicas, y que garantice la igualdad a la que tienen derecho todos los ciudadanos españoles. Como señalábamos al principio, hace mucho tiempo que el Estado ha declinado su responsabilidad, incapaz de establecer los mecanismos –como la Alta Inspección, que sólo existe sobre el papel– necesarios para reconducir este despropósito que, una vez más, denuncian los editores. Pero siempre se está a tiempo de rectificar. Basta con allegar voluntad política y determinación.