Tribunal Constitucional
Europa desarma al separatismo
La Corte Europea de Derechos del Hombre, con sede en Estrasburgo, ha inadmitido el recurso presentado por la ex presidenta del Parlamento autónomo de Cataluña, Carme Forcadell, y otros 75 diputados independentistas, entre los que se incluyen Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, por supuesta vulneración de los derechos de expresión y de libre reunión que, según los recurrentes, habría cometido el Tribunal Constitucional al suspender el pleno de la Cámara catalana del 9 de octubre de 2017, en el que se pretendía dar valor legislativo al referéndum ilegal del 1 de octubre. La decisión de los jueces europeos no sólo supone el reconocimiento de la funcionalidad y primacía del alto tribunal español, sino que establece que las instituciones democráticas españolas actuaron en defensa de un bien superior al limitar las actuaciones de los diputados separatistas. O dicho de otra forma, que una democracia legítima como es la española tiene el derecho y el deber de proteger la seguridad pública, el orden político establecido y las libertades de todos los ciudadanos. Es más, el hecho de que ninguno de los argumentos esgrimidos por los demandantes haya sido reconocido como válido por la corte europea apunta a que el manido argumentario secesionista no ha hecho mella alguna en la coraza jurídica del Tribunal de Estrasburgo, que ya ha tenido que lidiar con las pretensiones de legitimidad de otros movimientos separatistas. En este sentido, si el dictamen en cuestión sienta un precedente de enorme valor para los derechos fundamentales de los españoles y su ordenamiento constitucional es porque no rehuye el fondo del problema, que no es otro que el intento de una ruptura unilateral e ilegal del ordenamiento jurídico del Estado español por parte del nacionalismo. Así lo entienden los magistrados europeos que citan como propia la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional, que reconoce que un partido político puede hacer campaña a favor de un cambio en la legislación o en las estructuras jurídicas o constitucionales del Estado, pero siempre que utilice medios legales y democráticos y proponga un cambio compatible con los principios democráticos fundamentales. Como los separatistas no cumplen ninguna de estas condiciones, la corte de Estrasburgo dictamina que la supuesta injerencia en los derechos de los demandantes, de haberse producido, hubiera sido el resultado de una necesidad social imperiosa, imprescindible en una sociedad democrática. Por último, pero no menos relevante, la resolución incluye entre los fundamentos de derecho un dictamen de la Comisión Europea por la Democracia y el Derecho, conocida como «Convención de Venecia», sobre la reforma de la ley del Tribunal Constitucional español, en la que establecía que «las decisiones de las cortes constitucionales tienen un carácter definitivo e imperativo. Cuando un agente público se niega a ejecutar una resolución emanada por un tribunal constitucional, viola los principios del Estado de derecho, de la separación de poderes y de la cooperación leal de las instituciones del Estado». Es decir, es legítimo aplicar las medidas coercitivas necesarias para hacer cumplir los autos de un alto tribunal. Si bien el separatismo catalán siempre se ha mostrado impermeable a aceptar los hechos, como si su mera voluntad pudiera cambiar la realidad, harían bien sus dirigentes en comprender la trascendencia de esta resolución judicial, que desmonta el lamentable artefacto jurídico con el que pretenden el amparo de la justicia europea. Porque desde el mismo momento en que Forcadell, Puigdemont y Junqueras eligieron la vía de la ilegalidad, la desobediencia y la rebelión, se pusieron fuera de la Ley, también de la que rige en Europa.
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