Fiscalía Anticorrupción
Hacer política a costa de la justicia degrada el estado de derecho
Después de 87 días al frente, Manuel Moix dejó ayer de ser fiscal jefe Anticorrupción tras aceptar el fiscal general del Estado, José Manuel Maza, su dimisión por «motivos personales». Detrás de esa lacónica expresión se encuentra el tremendo desgaste y también, claro, el deterioro de la confianza tras conocerse que poseía parte de una empresa «offshore» en Panamá, propietaria de un chalet en Collado Villalba, fruto de la herencia de sus padres que había ocultado. Maza, no obstante, refrendó el comportamiento de su subordinado porque se trataba de la posesión de un bien regularizado con absoluta transparencia, comunicación a la Hacienda Pública y al corriente del pago tributario. Sin embargo, el daño para la imagen de un instrumento medular en la democracia, encargado de perseguir la corrupción y los delitos económicos, hacía complicadísimo, imposible, que pudiera continuar. Moix, excelente profesional y de rigurosa conducta en sus pocos días al frente de una responsabilidad compleja, abandonó un cargo en el que fue atacado desde el primer día desde dentro y desde fuera por la izquierda política y la judicial. Nunca encontró dentro el clima adecuado a su política de cambios en Anticorrupción, a esa puesta al día que recondujera determinadas carencias y vicios de funcionamiento. Se topó con hostilidad e incomprensión cuando intentó remover el statu quo. Pero, más allá de lecturas interesadas, Moix no era el problema, nunca lo fue, de que la Fiscalía Anticorrupción, y por ende el Ministerio Público, y la propia Administración de Justicia, se encuentren en una situación de vulnerabilidad, sino una pieza más del engranaje que abatir. Hay una disfunción peligrosa en nuestro sistema cuando se interioriza como normal las presiones y los ataques partidistas a los representantes de un poder medular de la democracia. Que Maza lanzara ayer un alegato en defensa de la autonomía del Ministerio Público es el síntoma de una situación preocupante. Que reivindicara esa suerte de autogestión respecto de «todos los poderes del Estado y de todas las influencias ajenas y externas que se le quieran hacer» y que recordara que sólo «se debe al servicio de la Ley, al cumplimiento de la legalidad con criterio de imparcialidad», lo dice todo e invita a reflexionar. El cerco de la oposición a Moix, Maza o el ministro Catalá, las reprobaciones continuadas y el discurso de la sospecha y la difamación, han sido paradigmáticos de hasta dónde se está dispuesto a llegar para embarrar la disputa pública y sacar una ventaja espuria. Han hecho un flaquísimo favor al interés general al convertir la Fiscalía o los Juzgados en un campo de batalla partidista y se ha contaminado la división de poderes para transmitir a la opinión pública la idea de que no hay independencia, sino que hay sometimiento al poder. Y es en ese caldo de cultivo en el que se pueden lanzar eslóganes antisistema como el que pronunció ayer Pablo Iglesias: «Ministros y fiscales ‘‘offshore’’ que degradan la democracia y parasitan las instituciones. Hay que echarlos». La Justicia no es perfecta, tiene problemas y dificultades que hay que afrontar. Moix lo intentó y su sucesor tendrá que asumir que determinados departamentos del Ministerio Fiscal necesitan que se ponga orden y se les recuerde sus prioridades y compromisos públicos. Pero la tentación de algunos políticos de irrumpir en ella para instrumentalizarla lo empeora todo. Necesitamos que este poder del Estado cumpla con la función que la Constitución determina y en los términos que mandata: con independencia, sin injerencias.
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