Educación

Hay que educar en valores

La Razón
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La violación de un niño de 9 años por cuatro compañeros del colegio de entre 12 y 14 años no sólo causa estupor, sino que plantea demasiadas preguntas sin fácil respuesta sobre la creciente violencia en el ámbito escolar español. Aunque desde los responsables del departamento de Educación de la Junta de Andalucía se intente trasmitir que se trata de un hecho excepcional y aislado –que podría estar ligado también a un episodio de racismo–, lo cierto es que los datos de la Fiscalía referidos a 2016, que son los últimos disponibles, daban cuenta de 476 casos de agresión sexual a niños en España, de los que, al menos, un 3 por ciento habían sido obra de adolescentes menores de 16 años. Es decir, existen suficientes precedentes, algunos ampliamente publicitados por los propios agresores a través de las redes sociales, como para que los responsables públicos se llamen a la incredulidad del horror sucedido. Porque, además, en el caso que nos ocupa, concurren dos circunstancias que es preciso aclarar. Primero, que nadie en el centro –que sólo tiene 148 alumnos para los tres niveles educativos– se hubiera percatado de que uno de los escolares de primaria estuviera siendo acosado y agredido durante meses por cuatro alumnos de la ESO, cinco años mayores que él. Segundo, que el último ataque, el más brutal y que le causó graves daños, se haya producido en el patio de recreo cuando, en teoría, debía haber uno o más profesores ejerciendo labores de supervisión. Que, al final, hayan sido los servicios médicos del hospital de Úbeda (Jaén) los que activaron el protocolo de denuncia, sólo abunda en las evidentes omisiones cometidas por la dirección del Instituto Público de Chilluévar, que, sin duda, darán paso a la correspondiente investigación interna. Ciertamente, la violencia en el ámbito de la escuela no es de ahora y todo el que ha pasado por las aulas tiene experiencia de comportamientos abusivos, despreciativos o crueles sufridos por los escolares a manos de otros. Pero, como vienen denunciando reiteradamente las diversas asociaciones que trabajan en programas de protección de la infancia, la irrupción de las nuevas tecnologías de la comunicación, que permiten a los adolescentes el acceso sin restricciones y sin control a todo tipo de contenidos violentos y pornográficos, unida a una concepción educativa que prefiere mantenerse dentro de los límites de las materias lectivas, especialmente en la educación secundaria, está provocando un incremento cualitativo y cuantitativo de los comportamientos antisociales. Se antoja, por supuesto, un lugar común reclamar del sistema escolar una mayor apuesta por la educación en valores y, sin embargo, sólo desde esta perspectiva, que incide en el respeto y la convivencia, que rechaza los estereotipos físicos y la xenofobia y que abunda en la proyección de principios morales y éticos, se podrá atajar un problema que, por lo visto en Francia, Alemania y Estados Unidos en las pasadas décadas, puede desembocar en situaciones de muy difícil control, cuando no irremediables. Todos los expertos están de acuerdo en que la solución no pasa ni por convertir los centros educativos en zonas de alta vigilancia ni por demandar de los profesores funciones de seguridad que le son ajenas, pero, también están de acuerdo en que, de la misma manera que no se puede ignorar el entorno social y familiar en el que se desenvuelve un alumno, tampoco se debe obviar la influencia que están teniendo los cambios tecnológicos y los nuevos hábitos culturales, sobre todo en edades tempranas. Hay que insistir en la disciplina y el respeto al profesor, cierto, y hay que demandar mayor implicación de las familias, pero eso solo no basta. Hay que enseñar a nuestros hijos a distinguir el bien del mal.