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La persecución religiosa, nuevo frente de la izquierda radical

La Razón
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El anticlericalismo de los sectores más cerriles de la izquierda española ha sido un tema histórico. Acusan a la Iglesia de todos los males y sobre ella proyectan sus fantasías ideológicas más infantiles: blasfemia, injuria y la pura grosería. Si lo comparamos con tiempos pasados, hemos mejorado en algo. Lo sorprendente es que la «memoria histórica» que tanto se ha reivindicado como disciplina para ajustar cuentas con el pasado no sirva para conocer los momentos más oscuros de nuestra historia. Por ejemplo, que la persecución religiosa durante la Segunda República y la Guerra Civil fue clave para que el gobierno legítimo quedase arrinconado y sin aliados en Europa. Nadie se fiaba de una España en la que se quemaban iglesias y se asesinaban sacerdotes, monjas o simples católicos. Eso ya es historia, afortunadamente. Pero lo extraño, insistimos, es que la izquierda radical que ahora campa –queriendo imponer sus «costumbres culturales»– y gobierna en importantes instituciones como los ayuntamientos de Madrid y Barcelona no haya aprendido la lección de algunos capítulos negros de nuestra historia y se cometan actos tan deplorables y extemporáneos como el asalto a la capilla del campus de Somosaguas de la Universidad Complutense de Madrid el 10 de marzo de 2011. Entre los participantes se encontraba Rita Maestre, militante de Podemos y actual portavoz del Ayuntamiento de Madrid, que se desnudó de cintura para arriba y profirió insultos contra la religión católica. Maestre dijo que se trataba de una protesta «pacífica», demostrando que desconoce el carácter violento de la ofensa y de impedir el culto religioso –especialmente a católicos y judíos–, algo que, si por principio no se quiere respetar, sí debe hacerse tal y como defiende la Constitución y castiga el Código Penal. Hoy empieza el juicio contra Maestre y otro activista que, cinco años después del asalto, viene a demostrar que el anticlericalismo de este izquierdismo responde a una pulsión totalitaria en la que los conflictos se resuelven aniquilando al adversario, imponiéndose bajo una supuesta «superioridad moral» al otro y aplicando el nefasto «o nosotros o ellos». Ser incapaz de aceptar y convivir con quien no comparte las mismas ideas demuestra que nos encontramos en un proceso de transformación de esta izquierda, cada vez más primaria y fundamentalista. Hay demasiadas muestras de que con los ataques a la religión católica se ha abierto un frente muy rentable que sólo necesita odio, desprecio y mucha demagogia. Con la elección de Ada Colau como alcaldesa de Barcelona se puso en marcha una campaña de «limpieza» de símbolos y usos religiosos como la aplicación de un laicismo mal entendido y que, en definitiva, ha dejado al descubierto la raíz propagandística y el modelo de «reeducación». Con el permiso de Manuela Carmena, en Madrid también se han ensayado estas nuevas políticas de confrontación cultural. Ya no basta con gestionar los asuntos públicos, sino que hay que empezar a cambiar las costumbres, según su credo, por cierto, preconciliares. Nada se queda fuera del control político a través de técnicas propagandísticas grotescas. Esta guerra ideológica ha movilizado los peores instintos de una izquierda revanchista y populista que no ha entendido la diversidad de la sociedad española. Ha tenido que ser el arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, quien defendiera la necesidad de la tolerancia al referirse al asalto de la capilla de la Complutense: «A veces, a una edad determinada, todos hacemos cosas que después descubrimos que no debieran hacerse así o que deberíamos respetar otras cosas».