Exhumación de Franco
La verdad incómoda del nuncio
Es del todo comprensible la irritación de la vicepresidenta del Gobierno en funciones, Carmen Calvo, ante la intervención del nuncio apostólico en España, Renzo Fratini, a cuenta de la exhumación del cadáver de Francisco Franco, porque, más allá de la discutible injerencia vaticana, el representante del Papa Francisco ha advertido, con infrecuente claridad, de que detrás del proyecto gubernamental subyacen motivos, sobre todo, políticos e ideológicos, que pretenden, en su opinión, dividir de nuevo a los españoles. Abunda el nuncio en que se trata de «personas facciosas», que juzgan los acontecimientos del pasado según la ideología actual, y lamenta que después de cuarenta años se resucite al dictador, porque recordar algo que ha provocado una guerra civil no ayuda a la convivencia ni a labrarse una vida mejor. El hecho de que monseñor Fratini, diplomático de carrera y doctor en derecho canónico, aproveche su relevo en la nunciatura para fijar su posición con tal contundencia puede tener distintas interpretaciones, pero, desde luego, no augura nada bueno para las futuras relaciones entre el Vaticano y el próximo Gobierno socialista, si es que éste llega a constituirse.
De hecho, se puede interpretar como una amenaza, poco sutil, por cierto, el anuncio de la vicepresidenta Calvo de que va a plantear a la iglesia española la conveniencia de que acepte negociar un nuevo régimen fiscal. Sin embargo, las declaraciones del nuncio han tenido la virtud nada despreciable de obligar a La Moncloa a reconocer lo que todo el mundo sabía: que, pese al voluntarismo de la señora Calvo, la cuestión de la exhumación de Franco no despertaba el menor entusiasmo en la Iglesia. Desde el principio, el Gobierno de Pedro Sánchez intentó vender un relato, ya decimos que voluntarista, sobre la supuesta aquiescencia del Vaticano a su obsesión funeraria que obviaba la realidad. Hasta el punto de que la secretaría de Estado de la Santa Sede tuvo que salir al paso de unas declaraciones de la vicepresidenta Calvo que, algo inédito, tergiversaban la posición de monseñor Parolini. Sin duda, se puede atribuir a la falta de experiencia de la señora Calvo en las sutilezas de la diplomacia romana sus primeros optimismos, pero era evidente que la Santa Sede no había adoptado una posición de neutralidad.
El mero hecho de que los representantes de la Iglesia recomendaran que la exhumación y traslado de los restos se llevara a cabo bajo las premisas del respeto a los derechos civiles de la familia Franco y a un acuerdo preliminar entre las dos partes, que, no lo olvidemos, se encuentra en posiciones irreconciliables, debería haber sido indicación suficiente de lo que opinaba Roma. Ahora, tras las explícitas declaraciones de monseñor Fratini, es de espera que el Gobierno haya disipado cualquier duda. A este respecto, la vicepresidenta está en su perfecto derecho a trasladar una queja formal al Vaticano por la actuación de quien todavía sigue al frente de la nunciatura apostólica en España y a esperar, de la respuesta, un hipotético cambio de posición, que, a nuestro juicio, no parece probable. El problema de interpretar la historia desde una ideología sectaria y con objetivos partidistas es que, en ocasiones, se pasan por alto algunos hechos que no carecen de importancia para quienes se ven forzados a tomar una decisión. Por ejemplo, que durante la Guerra Civil se produjo en zona republicana la mayor persecución religiosa desde Diocleciano y, tal vez, desde la Revolución francesa. Y que, hoy, ochenta años después, la Iglesia sigue canonizando a las víctimas de aquella barbarie.
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