Brexit

May no será la última víctima del Brexit

La dimisión de la primer británica, Theresa May, no es mas que la consecuencia inevitable de un error político sólo atribuible a un partido conservador que, como otros en Europa, no supo hacer frente a los cantos de sirena del populismo más pedestre. Abiertos en canal, los tories, entonces bajo la batuta de David Cameron, decidieron trasladar al pueblo la resolución de sus problemas internos. El error de cálculo, que menospreció la erosión que la demagogia antieuropea, teñida de nacionalismo primario, había causado en el cuerpo electoral, ha llevado al Reino Unido al actual callejón sin salida, en la búsqueda de un compromiso imposible entre el Brexit y la conservación de los privilegios comerciales y financieros que supone la pertenencia a la Unión Europea. Theresa May, simplemente, se echó sobre los hombros una tarea hercúlea, que si parecía ardua, incluso con el respaldo de los barones de su partido, desde el enfrentamiento interno se ha resuelto una quimera. Ahora, con el calendario inexorable acordado con Bruselas, los conservadores británicos tendrán que afrontar una reñida sucesión en la que, una vez más, se enfrentarán las dos almas del partido: la racional, que sabe que la salida sin acuerdo de la Unión Europea será una catástrofe sin paliativos, y la que, con Boris Johnson como referente, se aferra al populismo nacionalista, expresado en el referéndum, para mantenerse en el poder y neutralizar a los movimientos radicales surgidos a su derecha. El proceso de relevo de May no será, pues, ni fácil ni inmediato, puesto que la norma interna exige que los candidatos, que son muy numerosos, sean descartados uno a uno en votaciones sucesivas de los diputados tories hasta que sólo queden dos, que serán sometidos, a su vez, a la elección de los militantes. El proceso elevará las tensiones internas en la sociedad británica, donde la brecha social es cada vez más aguda, con el nacionalismo escocés como potencial elemento desestabilizador, pero, también, puede acarrear graves consecuencias al conjunto de la Unión Europea que ve como surgen en su seno los mismos desafíos nacionalistas que en el Reino Unido. No es ya sólo la amenaza de la vieja izquierda comunista contra la Europa que motejan de «los mercaderes», sino la misma infección populista que denunciábamos al principio entre las formaciones conservadoras continentales. Esa renuncia, en definitiva, a la defensa extrema de las libertades individuales, sustituidas por el fetiche de la seguridad. Por otra parte, cabe suponer que el próximo primer ministro británico, incluso en el caso de que sea elegido Johnson, adalid del euroescepticismo tory, tratará de abrir una nueva negociación con Bruselas para modificar, a su favor, claro, el actual acuerdo de salida. Ni que decir tiene que la Comisión debe mantenerse firme en la defensa de lo acordado con Londres, entre otras razones, porque no es descartable que el nuevo Gobierno británico trate de aprovechar la ola nacionalista para abrir brecha entre los veintisiete. Siempre estuvo en el cálculo inglés, hasta ahora también errado, que los diferentes intereses de los socios europeos, algunos más expuestos que otros al mercado británico, podrían jugar va su favor en la negociación del Brexit. No ha sido así porque los distintos ejecutivos europeos supieron cerrar filas y supeditarse al bien general, como España, con fuertes exportaciones a Reino Unido y con el contencioso gibraltareño como telón de fondo, e Irlanda, directamente concernido en su frontera interior. No es cuestión, por supuesto, de negar el pan y la sal a Londres en el proceso que se avecina, pero sí de trasladar al partido conservador británico que la externalización de sus problemas internos, simplemente, no será consentida por la Unión Europea.