Mariano Rajoy
Normalidad democrática
España celebró ayer su Fiesta Nacional bajo las lluvias benéficas de otoño y en el ambiente natural de una democracia avanzada. Apenas se dio alguna actitud extemporánea, más reflejada en los noticiarios que en el ánimo ciudadano, que sirvió de contraste de la normalidad institucional que presidió el Día de la Hispanidad. Una vez más, el Comedor de Gala del Palacio Real –donde Sus Majestades ofrecieron el tradicional vino español a los 1.300 invitados, representantes de todos los sectores de la sociedad civil– fue el mejor termómetro de la vida pública española, que parece remansarse tras unos meses de confusión e impasse político. Así, quienes suelen estar presentes en la recepción Real coinciden en su apreciación de que este 12 de Octubre ha supuesto un cambio a mejor en las relaciones de nuestros representantes, al menos con respecto a lo que sucedió el año pasado, cuando la Fiesta Nacional se conmemoraba, recordémoslo, con la batalla electoral del 20 de diciembre ya en el horizonte y la llamada «política emergente» parecía que iba a transformarlo todo. Sólo ha pasado un año y, sin embargo, parece un tiempo ya lejano, lo que no deja de ser consustancial a los avatares de cualquier nación que prima la voluntad popular a la hora de marcar su rumbo. Ayer, los protagonistas fueron de nuevo, sin tratar de desmerecer a nadie, los políticos que representan a los dos grandes partidos nacionales, el PP y el PSOE, y señaladamente el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz. Que ambos se erigieran en el centro de atención, que mantuvieran una actitud distendida, conciliadora, que se extendió al resto de sus compañeros de partido –algo que no ocurrió en 2015, cuando ni siquiera se cruzaron protocolarios saludos–, ha dado lugar a interpretaciones sobre la inminencia de una nueva sesión de investidura de Mariano Rajoy, esta vez apoyada en la abstención de los diputados socialistas, que evitaría las indeseadas terceras elecciones y que, por supuesto, sería lo mejor para el futuro del país, enfrentado al último esfuerzo de la recuperación económica. En cualquier caso, esa distensión, esa normalidad democrática, muestra mucho mejor la realidad de la sociedad española que los intentos de radicalizar a los ciudadanos desde el populismo de izquierda que, no sólo estuvo ausente por voluntad propia, sino por el olvido, consciente o inconsciente, de quienes sí se interesaban en los salones de Palacio, desde sus diversos campos profesionales, por la vida común de los españoles. Que no está la nación exenta de dificultades es evidente, pero también que la mayoría de los ciudadanos desean vivir ajenos a las banderías y las trincheras, que no es lo mismo que renunciar a sus principios ideológicos. La Fiesta Nacional de España fue, pues, un año más, la constatación de la pertenencia a un país que asegura los derechos individuales de sus gentes, de una comunidad incardinada en Europa, una de las regiones más prósperas y libres del mundo, que comparte una trayectoria histórica que se pierde en los siglos, compleja y, en ocasiones, atormentada, pero que, a la postre, ha conseguido construir una democracia sólida, que es el mejor de los legados para las generaciones que nos seguirán sobre el solar patrio y que, por lo tanto, todos están llamados a defender. Como decíamos en una nota editorial anterior, en una nación de hombres y mujeres libres, nadie obliga a nadie a demostrar sus afectos ni su patriotismo, pero sí es exigible un mínimo respeto a los símbolos que comparten la mayoría de los españoles desde la cotidianeidad tranquila de su vida en común.
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