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Por una democracia fuerte 40 años después

La Razón
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El «hecho biológico inevitable» supuso abrir la puerta del franquismo, pero no del todo. Existían muchas fuerzas que impedían su apertura y que harían valer su poder, como demostraron en varias intentonas de golpe de Estado y su última y patética representación el 23 de febrero de 1981. La muerte de Franco, hace ahora 40 años, sólo fue el inicio de un proceso que ha acabado teniendo categoría política propia: la Transición. Se trata del periodo reformista más importante de nuestra historia reciente y el realizado en menos tiempo. Se resume en pocas palabras, aunque fuese una operación compleja que, en algunos momentos, transitó por el filo de la navaja y que puso en entredicho nuestra trágica visión de la historia: pasar de un dictadura a una democracia sin derramamiento de sangre. Pero no todo fue tan idílico como acabamos de decir porque, por encima de las ansias de cambio, actuaron fuerzas reaccionarias para impedir que en España triunfase la libertad y el Estado de Derecho, y de manera especial ETA, que dejó centenares de muertos. Claro que la democracia tuvo un precio. Una lección que no deben olvidar aquéllos que creen que la Transición sólo fue una claudicación o una componenda de salón ante el franquismo. Entre el «atado y bien atado» y el «búnker» se abrieron paso protagonistas indispensables para entender esta historia. En primer lugar, Juan Carlos I, que asumió la Jefatura del Estado dos días después de la muerte del dictador, consciente de que se trataba de una herencia envenenada de Franco pero, a la vez, de que el futuro de la Monarquía dependía de su carácter parlamentario. Su destino ha estado unido a nuestra democracia y se ha constituido como una institución central en la estabilidad del país. Suárez y las fuerzas políticas que luego darían forma al nuevo sistema de partidos tras las primeras elecciones de 1977 dieron ejemplo de que se pueden aplazar los objetivos ideológicos por el servicio a la nación. Pocos imaginaban que en dos años se pasaría de la Ley de Reforma Política –el «harakiri» del franquismo– a la aprobación de la Constitución con más consenso de nuestra historia y la que ha dado forma a nuestra sociedad, creando un verdadero espacio de convivencia y tolerancia, defensa de los derechos civiles, unidad territorial y reconocimiento de las nacionalidades –término que se aplicó por primera vez–. La peor herencia que nos podía dejar el régimen franquista fue el franquismo mismo. Una atadura mental que constriñe la política a un dilema entre buenos y malos, un debate estéril que sólo ha servido para minar el propio sistema. Dejar injertada en la sociedad una división que imposibilite superar aquella etapa y seguir pintando el mapa político en función de los colores de hace más de 40 años. En este sentido, ha aparecido un revisionismo sobre la Transición que llega a poner en duda la raíz democrática de nuestra sociedad, contraponiendo el parlamentarismo representativo con una populista «democracia real», fórmula aplicada precisamente por regímenes cuya mayor carencia es la falta de libertad; hay un revisionismo maniqueo que traza fronteras con indemostrables principios ideológicos y que busca suplir la convivencia de políticas diferentes con intransigencia. Con la democracia no hay que hacer experimentos, sino fortalecer las instituciones. Por otra parte, hay un revisionismo nacionalista que achaca su «incomodidad» a la forma en que la Transición resolvió sus litigios históricos pese a que una de sus decisiones clave fue el reconocimiento de los derechos de autogobierno de las nacionalidades. Ahora en que el mundo se enfrenta al ataque del yihadismo (quién lo iba a decir hace 40 años), es necesaria una democracia fuerte en la que la condición de ciudadano esté por encima de la de pueblo y etnia.