El desafío independentista
Última oportunidad para Torrent
Una vez que el Tribunal Constitucional ha puesto las cosas en su sitio y, a efectos prácticos, ha clausurado el esperpento de la candidatura telemática de Carles Puigdemont, se abren sólo dos opciones al presidente del Parlamento autonómico de Cataluña, Roger Torrent: proponer cualquier otro candidato a presidir la Generalitat, preferiblemente que no esté sujeto a las medidas cautelares de un procedimiento judicial, o forzar al Gobierno a la repetición de los comicios. Pero que un representante de lo más rancio del separatismo, como es el diputado nacional Joan Tardà, haya reconocido la necesidad de sacrificar al expresidente fugado, debería servir de orientación a Torrent sobre cuál es la mejor de las dos opciones. Ciertamente, puede reprocharse un interés partidista en el veterano dirigente de ERC, pero, incluso así, su advertencia implícita de que los partidos independentistas podrían no reeditar su mayoría absoluta en escaños en unas nuevas elecciones no está muy lejos de la realidad. Como ya ocurriera con la pretendida declaración unilateral de independencia, lo cierto es que Carles Puigdemont ha llegado al final de la escapada –y no queremos hacer un fácil juego de palabras– y sólo tiene ante sí un panorama personal desolador, entre la sujección a la Justicia y un largo exilio. Si alguien temió que, mediante las habituales añagazas leguleyas del separatismo catalán, siempre forzando la letra y el espíritu de las leyes que dan contenido a nuestra democracia, un prófugo incurso en un procedimiento judicial por graves delitos podía presidir una institución del Estado como es la Generalitat de Cataluña, habrá comprobado que no será así. Ni el Gobierno de la Nación, que, por cierto, ha arrostrado un riesgo político cierto a la hora de impedir una nueva burla a nuestra democracia, ni los magistrados del Tribunal Constitucional iban a permitir que se consumara una acción que sólo puede entenderse desde la insistencia, por otros medios, en el proceso secesionista catalán. Por otra parte, la consecuencia más inmediata del dictamen del Tribunal de Garantías, con la suspensión condicionada del pleno de investidura, es que traslada a los partidos nacionalistas catalanes la responsabilidad de dar salida al embrollo político que ellos mismos crearon con la designación de Carles Puigdemont como candidato a la Generalitat. Si tenemos en cuenta el comportamiento que ha tenido el expresidente catalán desde su huida a Bélgica, nada permite suponer que acepte de buen grado la derrota que supone para él lo sucedido y que no intente condicionar la elección de un nuevo candidato o, incluso, evitarla. Aunque la renuncia al acta de tres de los consejeros fugados, obligados una vez que el propio Tribunal Constitucional había impedido explícitamente su delegación del voto, asegura una mayoría suficiente en la Cámara, no se puede descartar que se busque un bloqueo parlamentario de compleja resolución. Estaríamos ante un escenario poco deseable para los intereses generales de los ciudadanos de catalanes –aunque no parece que sean éstos los que realmente preocupan a Puigdemont y a sus incondicionales–, que obligaría al Gobierno a seguir manteniendo en vigor el artículo 155. Tiene, pues, el presidente del Parlament una grave responsabilidad que no debería excusar en las incógnitas legales, por lo inédito de la situación, que se derivan de la resolución del TC. Cataluña necesita salir de una vez del pantano político y social en el que la ha metido el separatismo y la mejor manera, tal vez la única, sea que los nacionalistas acaten sin ambages la Constitución y el Estatuto y pasen página. Ya sin Puigdemont, claro.
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