Ministerio de Justicia

Un fraude para liberar a los presos

Cuando el presidente de la Generalitat, Quim Torra, manifestó su intención de «abrir las cárceles catalanas» para que los políticos separatistas procesados por el Tribunal Supremo quedaran en libertad, hubo que recordarle que la decisión de encarcelar o excarcelar a un ciudadano corresponde a los jueces, como es, por otra parte, indisociable de cualquier democracia que se precie. Ciertamente, y aunque ahora pueda parecer un error –dado el espectáculo de la prisión de Lladoners, donde los dirigentes del golpe que cumplen prisión preventiva gozan de unas ventajas que discriminan gravemente al resto de los reclusos–, con la transferencia de Prisiones, el Gobierno autónomo de Cataluña goza de una gran libertad a la hora de establecer el régimen de vida de los internos a su cargo, sin otra limitación que lo establecido por la Ley General Penitenciaria y el correspondiente Reglamento. Cabía pensar, puesto que la Generalitat no deja de ser la máxima representación del Estado en Cataluña, que el desempeño de esta función se llevaría a cabo dentro de los principios de lealtad institucional y de respeto a las decisiones judiciales, pero los hechos están demostrando que poco puede esperarse de quienes insisten en mantener abierta la vía del enfrentamiento y la desestabilización, por más que el miedo a la Ley, ahora sí, les contenga en el ámbito meramente declamativo. No hay, pues, que confiar en que los actuales dirigentes del Ejecutivo catalán se avengan a respetar el espíritu de la normativa penitenciaria, mucho menos cuando pueden retorcer la letra de los reglamentos. De ahí que haya especialistas en la materia que nos ocupa que adviertan de las posibilidades que abre a una Generalitat desleal el artículo 100.2 del Reglamento Penitenciario, que permite, de manera automática y en aras del «principio de flexibilidad» el excarcelamiento, en régimen provisional, de aquellos penados que, a juicio de la junta de Tratamiento, se considere pertinente, con independencia del grado en el que se encuentren. Esta ventaja se ha aplicado ya a algunos terroristas etarras gravemente enfermos y otros reclusos por razón de su avanzada edad. Para su concesión, no se exige que los presos hayan cumplido una parte de la condena, como el caso de quienes pasan a tercer grado, y la decisión sólo precisa a posteriori de la conformidad del juez de vigilancia penitenciaria. Es decir, una vez hecha firme la sentencia del Tribunal Supremo en la causa abierta por rebelión y otros delitos conexos contra los dirigentes separatistas procesados, la Generalitat podría poner a la sociedad española ante el hecho consumado de la liberación de Oriol Junqueras y compañía. A partir de este momento, todavía en el estado de hipótesis, tendría que abrirse un complejo procedimiento judicial de revocación, con el consiguiente desgaste institucional. Por supuesto, esto no quiere decir que estemos ante una maniobra inevitable, por cuanto el destino de cumplimiento de los penados en España corresponde a Instituciones Penitenciarias, organismo que depende del Gobierno, pero sí que puede convertirse en un eficaz instrumento propagandístico de los separatistas, sobre todo, si en La Moncloa no existe la firme convicción de defender a ultranza las sentencias de los tribunales, y se buscan atajos, que rozarían el fraude de ley, para que Pedro Sánchez y el PSOE puedan conservar el imprescindible apoyo parlamentario de los nacionalistas. Nada desconcertaría más a una opinión pública, ya bastante confusa, que un uso espurio del régimen penitenciario.