Opinión
Gárgola del Congreso
Cada aparición pública de Marisú (así la llaman en su entorno) es un festival de expresiones tensas, agresiones fonéticas y muecas simiescas
Hay políticos que irritan, otros que avergüenzan, y luego está María Jesús Montero, ministra de Hacienda, vicepresidenta primera y paradigma indiscutible de la decadencia institucional (y del homo sapiens sapiens).
Funcionaria de partido, lo suyo no es cuestión de ideología sino un problema de forma. Y no me refiero al protocolo, sino al estilo, que tiene que ver con la manera de estar en el mundo, de mirar, de convivir y, sobre todo, de hablar. De las muchas formas de horterada posibles, la más perturbadora es la lingüística, la verbal, porque es la que peor solución ofrece y la que más resistencias opone a su modificación.
Cada aparición pública de Marisú (así la llaman en su entorno) es un festival de expresiones tensas, agresiones fonéticas y muecas simiescas en algún lugar en el espectro de lo más grotesco imaginable. No hay matiz, ni agudeza, ni pausa. Todo en ella es aspaviento, ceño y mandíbula furiosa.
Pero lo más grave no es la estética (aunque ya volveré a eso), sino el fondo. Montero cuestiona abiertamente la presunción de inocencia desde su impunidad delirante (no olvidemos lo de Alves): “Qué vergüenza que se diga que la presunción de inocencia está por delante del testimonio de mujeres valientes”, dijo, como si eso no pusiera en entredicho siglos de derecho penal y garantías constitucionales. Y no lo dijo entre copas en la barra de su bareto de confianza. Lo dijo con énfasis, en un acto oficial, a cara torcida y micrófono abierto.
La respuesta, fulminante: asociaciones de jueces, fiscales y hasta el Consejo General del Poder Judicial recordaron lo obvio. Que la presunción de inocencia no es un capricho burgués, sino un principio fundamental. Obligada a desdecirse, retrocedió lo justo, como quien borra un tuit sin negar la intención. Porque la vicepresidenta no argumenta: embiste. No responde: rebuzna. Y no debate: sermonea, con una fascinación casi adolescente por su propia figura abroncadora. Todo pose. Nada pensamiento.
En sus intervenciones, Maria Jesús Montero, rebaja las instituciones, la política y con ella a todos los españoles (y seres bípedos) en un viaje sin retorno a tontilandia, pero hay algo aún más inquietante: una especie de resentimiento que se desliza por debajo de cada palabra. Un desprecio al interlocutor, al periodista, al juez, al rival político.
Montero representa la dramatización del enojo, que además, se agrava con sus notables incoherencias. Mientras demoniza la educación privada, y denigra a la mitad de los médicos de este país, omite que estudió en una de las escuelas de dirección más elitistas de España. Mientras carga contra los jueces, pone la mano en el fuego por su jefe de gabinete, salpicado por el escándalo de las mascarillas. Mientras insiste en que el PSOE es el “faro de la socialdemocracia”, preside un ministerio que ha hecho del infierno fiscal una política de Estado.
Pero volvamos al rostro. Su cara ha dicho más que sus discursos. Esa especie de ventosa emocional que se le pega al entrecejo cada vez que abre las fauces. Ese lenguaje corporal que mezcla majadería con irreflexión. Y ese andar de heroína airada que parece cruzar el hemiciclo buscando gresca desde el alma de la abusona del recreo.
Montero no proyecta autoridad. Proyecta mal humor. Y eso, en política, es devastador. Porque una nación necesita líderes que piensen antes de gritar. Que duden. Que escuchen. Que tengan la voluntad comprometida de buscar la verdad y la cordura, de entender al otro.
Hay algo casi prehistórico en su manera de entender el poder. Como si gobernar fuera castigar. Como si cuestionar sus decisiones fuera una forma de agresión personal. No sé si Montero representa al PSOE o simplemente a la zafiedad. No hay maldad en su figura, solo una mezcla amarga de rabia, ignorancia y costumbre que no proyecta progreso, sino su caricatura. Una política de rostro inflamado, verbo torpe y moral difusa, que ha hecho carrera en un ecosistema donde la verdad se relativiza y la vulgaridad tributa.
Lo peor es que ya no escandaliza. Ya no indigna. Ya no hace ruido porque el ruido es ella. Se ha convertido en parte del mobiliario institucional, como una gárgola con cargo vitalicio y presupuesto público. ¡Mopongo!