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A pesar del...

Gerchunoff y el fascismo

Con acierto concluye Gerchunoff que la fundición de la política con una ética automática da como resultado «una notable turbiedad moral»

La izquierda agita el fascismo como un fantasma, o más bien como un diagnóstico certero y un pronóstico lúgubre. Desde el liberalismo también se nos advierte sobre el peligro fascista, e incluso se trazan paralelismos entre la situación actual del mundo –desde el auge de la extrema derecha hasta el proteccionismo y el rearme– y la vivida en los años treinta del siglo pasado.

Entre la propaganda engañosa y la profecía apocalíptica, aconsejo cautela y recomiendo la lectura del ensayo de Santiago Gerchunoff, profesor de la Universidad Carlos III de Madrid: «Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo. Para qué no sirve la historia», que publica Anagrama.

Le habría gustado a Popper, cuya «Miseria del historicismo» –que leí hace casi medio siglo gracias a Pedro Schwartz– me despertó de mis sueños dogmáticos. En efecto, el doctor Gerchunoff pone el dedo del análisis en la llaga de la manipulación de la historia.

Empieza con el famoso poema: «Primero se llevaron a los judíos,/pero a mí no me importó porque yo no lo era», y que termina: «Ahora me llevan a mí,/ pero ya es tarde». Universalmente atribuido a Bertolt Brecht, Gerchunoff aclara que no es así, pero sobre todo denuncia que el poema refleja «una percepción fantasiosa de la historia que lo conduce a una trampa moral… responsabilizar a las víctimas de su destrucción».

Su fino análisis ilumina que «nuestro uso de la palabra fascismo esconde un detalle siniestro», que es «nuestra idea profética de la historia», una idea que «no podría desarrollarse sin el concurso de ciertas ideas reguladoras de la historia como proceso, obra y sentido».

De ahí se puede caer en lógicas maniqueas, momentos decisivos, cordones sanitarios y, por supuesto, el «lado correcto de la historia», de modo tajante, «sin que haga falta deliberación, juicio ni prudencia: se trata de convertir todas las decisiones políticas en imperativos éticos tan urgentes que ya están decantados de antemano». Con acierto concluye Gerchunoff que la fundición de la política con una ética automática da como resultado «una notable turbiedad moral».

Este enjundioso trabajo previene saludablemente ante el olvido de nuestra ignorancia sobre el porvenir, y contra la «emoción de la urgencia» que nos impele a la acción ante urgentes alarmas contra el fascismo, palabra mágica «con la cual ya estaría todo dicho». No lo está, claro. Ni dicho ni, sobre todo, pensado.