Apuntes

Grandeza y servidumbre del «Régimen del 78»

No quiero hacerles un spoiler, pero la Ley de Defensa de la República sirvió de muy poco

Lo que al presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, le parece una grandeza de nuestro sistema democrático, que unos tipos como los de Bildu puedan sentarse en las Cortes con sus derechos y objetivos políticos intactos, para algunos comentaristas de derechas no es más que una pesada servidumbre contra la que habría que rebelarse. Uno tiende a estar más del lado de Feijóo y de los defensores del «Régimen del 78» que de quienes, desde la buena voluntad o desde ese cabreo sordo que siempre ha sabido provocar el PSOE en su largo siglo de existencia, pretenden reeditar una especie de «Ley de Defensa de la República» como la que rigió los destinos de los españoles en los primeros compases del régimen republicano. Legislar un trasunto de aquel flagrante contrasentido jurídico, que negaba de facto las libertades que consagraba la constitución republicana y que contó, no lo duden, con el voto socialista –aunque eso sí, entre sonadas reticencias de algunos de los García Page de entonces–, no creo que sirviera de mucho a los efectos buscados. La ley de marras está al alcance de un clic en internet así que me ahorro el trabajo de transcripción, aunque sirva de muestra que su aplicación, que atentaba directamente contra la libertad de expresión y de acción política, estaba en manos del ministro de la Gobernación (Interior) o, en último recurso, del pleno del Consejo de Ministros, es decir, sin tutela judicial alguna. Y que lucir una bandera monárquica te podía costar una multa de 10.000 pesetas de la época, que era una verdadera fortuna, o el confinamiento en la exótica Guinea Ecuatorial. Tras la disolución de las Cortes constituyentes se sustituyó por una ley de defensa del Orden Público con sus mismas taras de origen. No les quiero hacer un spoiler de cómo terminó la Segunda República, pero créanme que no le fue nada bien. Es cierto que atravesamos momentos políticos complicados y que llevábamos muchos años acusando la deslealtad de los partidos nacionalistas, pero no es un defecto congénito del «régimen del 78», sino la consecuencia de un sistema de partidos que, poco a poco, se han convertido en jugosos yacimientos de puestos de trabajo, ese bien tan escaso, y se han pasado por el arco de triunfo la prohibición expresa del mandato imperativo sobre los diputados, con ejemplares de estudio sobre los límites de la obediencia como ese congresista por Teruel, elegido para encabezar la lista local del PSOE por su incondicional respaldo al secretario general. No hay que darle vueltas. Detrás del acoso de los separatistas, de la indignidad de ver en el Congreso a quien justificaba, por escrito y publicándolo, el asesinato de una persona por el mero hecho de ser español, hay gentes con nombres y apellidos que, con su silencio, su ambición o su miedo, han consentido que llegáramos al desiderátum de que un partido como el PNV, sí, el de «Dios y la Leyes Viejas», nos dé lecciones de «progresismo». Frente a la responsabilidad personal, frente a quienes acatan la Constitución conscientes de que su labor es destruirla, las leyes de excepción pueden hacer muy poco. Insisto. Es prácticamente imposible precaverse contra la traición porque, de lo contrario, no hablaríamos de ella. Por ello, me gustaría rogar a los comentaristas de derechas, ahora que toca resistir, que dejen de propinar pellizcos de monja a Feijóo. Que, por cierto, estuvo excelso.