Tribuna

No hay quien vote a la Bicha de Balazote

Los partidos deben creer que la arqueología no da votos. Y es un error. Invertir en investigar, valorar y difundir el patrimonio da valor e identidad a un territorio, y puede convertirse en un gran atractivo turístico

Es, sin duda, una de mis piezas favoritas. Desde hace años descansa en la sala de Protohistoria del Museo Arqueológico Nacional (MAN) de Madrid, muy cerca de la Dama de Elche. Su aspecto es tan desconcertante como el de aquel día de junio de 1879 en el que un vecino de Balazote –un pueblo de dos mil habitantes, puerta de la Sierra de Alcaraz– la entregó a las autoridades sin decir dónde y cuándo se había encontrado con ella. En casa de Isidro López la llamaban «la bicha». Y con ese nombre se quedó. Era un monstruo extraño, con cuerpo de cérvido –más tarde se determinó que era un toro–, cuello largo y poderoso, y rostro humano con orejas bóvidas y cuernos, que esbozaba una mueca inescrutable. Casi de Gioconda.

Por aquel entonces poco se sabía de los iberos. La Bicha era una rareza absoluta. Los hallazgos de esa clase se recibían entre la estupefacción y el escepticismo, suscitando preguntas de imposible respuesta. ¿Era aquella esfinge de piedra una representación oriental? ¿Quizá una versión de los lammasu o aladlammus, los toros alados que guardaban las puertas de los palacios de ladrillo vidriado de Asiria y Persia? ¿Y cómo podía haber llegado algo así a los llanos de Albacete? La Bicha había surgido como de la nada. Carecía de inscripciones que diesen pistas de su función o época. Y al haberse entregado desprovista de contexto arqueológico, se convirtió en un unicum difícil de interpretar.

Su viaje al MAN estuvo, por cierto, lleno de vicisitudes. Diez años después de su aparición, el historiador Amador de los Ríos denunciaba el olvido de la figura: dormía tapada por una esterilla en un patio municipal, expuesta a los elementos y a los juegos de los críos. De hecho, no fue hasta Cánovas del Castillo cuando se decidió su traslado a Madrid. En 1931, cuando los estudios de los iberos empezaban a asentarse y otros hallazgos confirmaron la existencia de una sofisticada cultura autóctona en el pasado prerromano de la península Ibérica, Antonio García Bellido apuntó a que aquella figura debió formar parte de un importante monumento funerario. Dijo que fue esculpida en calcita hacia los siglos VI o V antes de Cristo. Y que probablemente era la personificación de un río, ya que en la Grecia clásica Arqueloo –divinidad representada como un toro androcéfalo– encarnaba el curso del Aspropótamos, el «río blanco» del Peloponeso. Hoy, casi cien años más tarde, no sabemos mucho más. Apenas que, en efecto, los bigotes de nuestra Bicha dibujan unas ondas sutiles que recuerdan cursos de agua, y que su actitud mansa bien podría evocar la corriente del río Don Juan, cercano a Balazote.

En estos días la pieza vuelve a estar de moda. La semana pasada llegó a las librerías una nueva monografía sobre ella. He buscado en sus páginas una luz diferente sobre el «monstruo», pero me ha costado encontrarla. Jesús Manuel de la Cruz, historiador y profesor de secundaria con canal en Twitch, hace un meritorio trabajo de síntesis en La Bicha de Balazote y el más allá de los iberos (Balazote), y aunque reniega de los adjetivos «misterioso» o «enigmático» que suelen acompañar a esta civilización, finalmente reconoce que navegamos entre sombras. Su escritura sigue sin ser descifrada. No tenemos otras fuentes literarias sobre los iberos que las romanas. Apenas intuimos sus inscripciones y sus mitos gracias al contexto helénico, y con esos escasos mimbres hemos deducido que la Bicha formó parte de un entierro importante, quizá como psicopompo o guía creado para acompañar el alma de un difunto ilustre. Su gesto hierático y su barba –insólita, por cierto, en el arte ibero–, la sitúan en la misma categoría que sus «primas» mesopotámicas o egipcias. Pero, ¿qué más?

Mis periódicas visitas al MAN solo agrandan esa duda. Últimamente se han realizado excavaciones en la zona de los Majuelos, donde se cree que pudo haber sido desenterrada la Bicha, pero los resultados son magros. Los arqueólogos que han explorado el llamado «Camino Viejo de las Sepulturas» han dado con una villa señorial romana vinculada a la cercana colonia de Libisosa. Sin embargo, se trata de un yacimiento muy posterior a la Bicha, que poco o nada nos dice de su origen. En Balazote se vive también con inquietud la moderna expansión urbanística. Almacenes agrarios y pequeñas construcciones se levantan en el área donde se cree que la familia de Isidro López pudo encontrar su esfinge. Nadie sabe si bajo cualquiera de esos cimientos se esconden otras, o acaso las piezas que faltan del monumento al que perteneció. La región necesita una inversión seria para financiar nuevas prospecciones que despejen el misterio pero, aunque estamos en tiempos de promesas electorales, asombra que no haya ningún programa político en el que se hable de esto. Los partidos deben creer que la arqueología no da votos. Y es un error. Invertir en investigar, valorar y difundir el patrimonio da valor e identidad a un territorio, y puede convertirse en un gran atractivo turístico –en muchos lugares, quizá el único posible. ¿Por qué no se hace? ¿Dónde están los políticos con sensibilidad, cultura y visión?

Tal vez sean esas buenas preguntas que trasladar a la Bicha. Ya se sabe que las esfinges son expertas en interrogantes difíciles. O al Congreso, donde los bichos, por cierto, nunca faltan.