El ambigú
IAS: inteligencia a secas
Necesitamos que la templanza y el respeto, una tolerancia genuina y auténtica, vuelvan a ser las banderas del comportamiento de absolutamente todos los actores políticos
A falta de noticias sobre la otra, la natural de toda la vida, estos días se habla sin parar de inteligencia artificial. El hecho de que se hayan puesto ya varios modelos al alcance de todos, capaces de charlar y armar textos, generar imágenes o componer música, a partir de datos existentes, ha provocado la reacción de 5.500 expertos de todo el mundo, que han reclamado una pausa y una evaluación profunda sobre las consecuencias de estos avances, al menos con el mismo grado de moratoria y análisis que requiere el lanzamiento de un medicamento al mercado. Tienen razón, porque, solo en la vertiente jurídica, las derivadas relacionadas con asuntos como la propiedad intelectual, la protección de datos y la privacidad de las personas resultan abrumadoras. Eso por no hablar del impacto en el creciente mundo de la desinformación, dentro del proceso imparable de ruptura del consenso social sobre la realidad.
A quienes apostamos por calles libres y seguras en internet, igual que las queremos en nuestros pueblos y ciudades, debe preocuparnos todo lo relacionado con las consecuencias de la digitalización de nuestra sociedad, un proceso lleno de ventajas, pero también de inconvenientes, en el que nos jugamos demasiado, y al que, quienes sentimos un fuerte compromiso con la justicia y con la defensa del interés general, no podemos asistir de forma pasiva. Sabemos que la solución no es tanto prohibir como regular y que la responsabilidad corporativa de las empresas implicadas debe contar detrás con leyes firmes que compaginen la libertad de expresión con la defensa del derecho al honor y a la propia imagen de todos los ciudadanos.
Sería aconsejable también la existencia de un manual de estilo para los dirigentes y representantes públicos, sobre todo ante la peligrosa deriva de fagocitación de la política por parte de la comunicación, de forma que no se conculquen los valores y principios sobre los que se sostiene la democracia. Hace falta inteligencia, a secas, y asumir como primera obligación extirpar los discursos de odio del mundo digital. Tenemos que repetir como si fueran mantras ideas muy sencillas: Ninguna persona está por encima de otra; nadie tiene derecho a discriminar; y todos somos iguales ante la ley, independientemente de nuestro sexo u orientación, de nuestra raza o credo o de nuestras ideas políticas. Por supuesto, los que nos dedicamos a la actividad pública también tenemos que asumir y aceptar que no hay odios mejores o peores, ni cantidades de odio aceptables. Tampoco odios más próximos o más distantes, porque no hay, no debería haberlos, odios de izquierdas o de derechas, y si los hay, habrá que desterrarlos totalmente, porque discriminar entre los odios es tan grave como discriminar entre las personas. Para hacerlo es necesario despegarse totalmente de los discursos extremistas y radicales y de las estrategias de polarización o confrontación como fórmula propicia para la adhesión política. Necesitamos que la templanza y el respeto, una tolerancia genuina y auténtica, vuelvan a ser las banderas del comportamiento de absolutamente todos los actores políticos. Es el único supremacismo que debe parecernos válido. Y necesitamos proteger y defender el marco que representa la Constitución de 1978, que nació del encuentro entre diferentes y que es el mejor blindaje que España ha tenido en toda su historia frente al odio y la desigualdad. Si además somos capaces de no estar siempre conectados, si podemos vivir más en persona y si somos proclives a aceptar que no siempre tenemos la razón, pues mejor que mejor. Resulta necesario no caer en radicales extremismos ni revoluciones, porque en España sabemos que eso termina siempre mal.
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