Editorial

El insólito discurso de éxito sobre la inflación

Regirse moral y rectamente no pasa por atribuirse méritos fantasmales mientras las familias no llegan a fin de mes. Los precios suben y los españoles están al límite

España se empobrece cada mes sin solución de continuidad. Esa es una realidad rubricada por la estadística, que es imposible rebatir desde una actitud de honestidad política. Eurostat sitúa el PIB por habitante del país un 15% por debajo de la media de la UE y en cifras similares a las que ya registraba en 2007. Con la izquierda en el poder la renta ciudadana se ha atascado drásticamente. Ha habido razones dispares que han socavado la prosperidad de los españoles, en línea con una dirección económica fallida, pero, de entre todas, la alta inflación que padecemos desde hace meses nos está lastrando de manera severa y alarmante. Hay pocos fenómenos económicos, tal vez ninguno, que globalice los daños sin tasa hasta convertir a todos los españoles en las víctimas de un impuesto no legislado, imposible de burlar que lo precariza todo y que se ceba, claro, con los más vulnerables. Marzo no ha sido una excepción, sino que ha agudizado una dinámica lacerante para hogares y empresas. La inflación subyacente –que no tiene en cuenta los alimentos ni los productos energéticos– se situó en el 7,5%, máximo en más de 40 años y cuatro puntos por encima del índice general que se moderó al 3,3 % por el «efecto escalón» en electricidad y carburantes. Los precios de la cesta de la compra no dieron tregua y alcanzaron una tasa del 16,5%, una décima menos que en febrero cuando llegaron a un récord desde 1994. En esta coyuntura, hay discursos serios, que sintonizan y atrapan las dificultades de la gente, y frívolos, que edulcoran un presente sombrío al servicio de una estrategia cortoplacista que vende éxito y liderazgo. El Gobierno de socialistas y comunistas se nos presenta de manera recurrente como el campeón europeo en la lucha contra la inflación y nada lo mueve de ese eslogan, en el que saca pecho a costa de la excepción ibérica y de sus decisiones en materia de control de precios y de ayudas sociales. Por supuesto, es un discurso fatuo que evidencia un escaso respeto y cercanía con los millones de españoles engullidos por una espiral asfixiante en ese día a día que esquilma el poder adquisitivo y la renta disponible de todos. Como mantener en pie la quimera de Moncloa no siempre resulta factible, hay que señalar culpables, que suelen ser los empresarios y hasta en ocasiones el propio ciudadano y su impericia en la compra. Ni unos ni otros son artífices de un fenómeno medularmente monetario, sino víctimas de sus estragos. Hay una narrativa a la defensiva por parte del Gobierno que ha decidido huir hacia delante como sea. Nadie puede defender que doblegar la inflación sea tarea sencilla y que al tocar los resortes adecuados se obre el milagro en semanas. Pero regirse moral y rectamente no pasa por atribuirse méritos fantasmales mientras las familias no llegan a fin de mes. Los precios suben y los españoles están al límite. Que Sánchez lo ignore es una conducta incomprensible que empeorará la pobre imagen que los españoles ya guardan de él.