Opinión

Ante la islamización de Europa

La situación en Francia ha desaparecido como noticia con la misma inmediatez con la que emergió tras la muerte del joven de 17 años Nahel

La situación en Francia ha desaparecido como noticia con la misma inmediatez con la que emergió tras la muerte del joven de 17 años Nahel, ciudadano francés de origen argelino por disparos de un policía en un control. Desde el martes 27 de junio, la violencia desatada por toda Francia, con centenares de policías lesionados, miles de detenidos, destrozos, robos y asaltos en multitud de establecimientos públicos y comerciales, son el balance de una situación de violencia generalizada sin precedentes en mucho tiempo. Una consecuencia que parece concluirse de lo sucedido, es la quiebra en la República de la apuesta política y social por la multiculturalidad. Lo sucedido apunta a un cambio de la política migratoria de la UE, cuestionada por la incapacidad de integración social de la inmigración musulmana procedente de la Francofonía africana, tanto del Magreb como de la región subsahariana del West Sahel. Que hayan protagonizado esas revueltas jóvenes hijos y nietos de esos inmigrantes, y ya titulares de la plena ciudadanía francesa, es un dato tan revelador como preocupante. Pero interpretar que lo sucedido es fruto tan sólo de una inmigración desbordada e incontrolada es un error que desvía el análisis del auténtico foco del problema. Es evidente que la concentración de esas personas en las «banlieu» (suburbios) de las grandes urbes los convierte en auténticos ghettos sin ósmosis cívica con el resto de la sociedad, pero ello es la consecuencia, y no la causa, del problema. La cosmovisión del islam es muy diferente de la cristiana, y la creciente descristianización de Europa en general, y de la laicista República Francesa en particular –antaño «la hija primogénita de la Iglesia»– provoca un vacío de identidad autóctona y una incapacidad de atracción hacia ella. Esconder la cabeza como el avestruz, ante la evidencia de una creciente islamización de Europa no es una respuesta, ni eficaz ni adecuada, para defender una sociedad de profundas raíces cristianas ahora perseguidas y negadas. Estamos ante una batalla cultural de base espiritual, y las armas para hacerle frente no son las propias de una batalla militar. En la exhortación sobre las conclusiones del Sínodo de los Obispos de Europa, publicada en 2003 por san Juan Pablo II, ya alertó de la apostasía entonces silenciosa y hoy ya pública y ruidosa, que recorría a la antigua Cristiandad. Añadamos el aborto como derecho fundamental y la ideología de género, para explicar la caída de la natalidad autóctona frente a la de la población musulmana, y tenemos cerrado el círculo vicioso de la grave situación a afrontar. Y mientras, sonando la banda del Titanic.