
Tribuna
Jueces silentes
Se nos quiere callados y aislados: domeñados, lo que explica el ataque al asociacionismo judicial

Cuando en 1983 inicié mi andadura judicial, la Constitución llevaba cinco años de vigencia, y cuando recalé en la jurisdicción contencioso-administrativa, en 1987, hacía ya cuatro años de la primera gran reforma funcionarial y dos desde la regulación de los derechos sindicales de los funcionarios públicos; al poco, 1990, se regularía su derecho a la negociación colectiva. Sin embargo, y no sin sorpresa, a finales de los ochenta aún llegaban recursos de funcionarios sancionados por críticas a los superiores jerárquicos o a la Administración en la que prestaban servicios.
Que recuerde, la mayoría –si no todos– los pleitos los ganaban los funcionarios sancionados. Los había que no prosperaban porque, más que críticas, incurrían en faltas de respeto de mayor o menor calibre. Fuera de esos casos extremos, los tribunales dejaban constancia de que ya no estábamos en tiempos de una función pública silente, sumisa, sujeta a una disciplina cuasimilitar, sino ante empleados públicos que desde su libertad de expresión podían criticar a la Administración para la que prestaban servicios, y no solo por razones profesionales, sino también por la indebida organización del trabajo o del servicio.
Ahora el Estatuto Básico del Empleado Público –el de 2007 y el vigente de 2015– regula como principio ético de todo empleado público la buena fe y lealtad hacia la Administración para la que presta servicios y, como principio de conducta, se le exige tratar con atención y respeto a sus superiores. La recta aplicación de esos principios no puede entenderse como la exigencia de un funcionariado al que, fuera de la acción sindical o colectiva, se le prohíba manifestar sus discrepancias.
Los jueces no estamos sujetos a esa normativa, pero si la traigo a colación es por las ideas que se lanzan en estas semanas para cercenar nuestra libertad de expresión, no sólo a través de las asociaciones, sino también individualmente, y las recientes concentraciones de jueces, que desembocaron en huelga; parece que ha sido la gota que ha colmado el vaso de la paciencia de la mayoría gobernante y legislante. Como he recordado en estas páginas, se tramita una reforma para «la ampliación y fortalecimiento» de la Carrera Judicial y se han presentado enmiendas encaminadas, precisamente, para cercenar el derecho de los jueces a manifestarse, concentrarse o a expresar públicamente sus discrepancias frente a medidas de política judicial que causan rechazo.
Además, una enmienda de Sumar quiere castigar al juez que participe en protestas que «tengan por objeto evidenciar el acuerdo o desacuerdo con actuaciones desarrolladas por partidos políticos, sindicatos, asociaciones u otras entidades, públicas o privadas, comprometiendo su independencia o su imagen de imparcialidad». La enmienda quizás no prospere, pero ¿quién sabe?: las carga el diablo; con todo, lo relevante es la mentalidad que la inspira, la querencia hacia el juez silente, como ese funcionariado del franquismo: al fin y al cabo, franquistas, socialistas y comunistas, en diferente modo, grado e intensidad, acusan la misma patología: alergia hacia la libertad.
Con esa enmienda constato que esas concentraciones, más la huelga, han dolido. Dejo a un lado la huelga –nunca he sido partidario– y me quedo en las protestas públicas o en la discrepancia individual, algo que llevo años practicando de palabra, por escrito y con publicidad. Los detractores de la libertad de crítica aducen que el juez criticón pone en peligro su independencia e imparcialidad; quizás no se le sancione –salvo que degenere en el insulto–, pero, añaden, las críticas le hacen recusable, un alegato ladino que no esconde sino intolerancia hacia la libertad.
La realidad es otra. No hablamos de que el juez se meta en la refriega política, sino de que pueda hacer valer sus derechos profesionales e intente que no se adultere su estatuto profesional. Otros cuerpos funcionariales lo hacen –vaya si lo hacen– pero en silencio, con sigilo, sin aspavientos públicos: son verdaderos lobbies. Los jueces nunca hemos dominado el arte de influir y nuestra reacción siempre es con estrépito. Pero no tenemos otra opción y, cuando protestamos o criticamos, no es para cercenar o impedir iniciativas nacidas de la libre acción política: reaccionamos frente a iniciativas que nos perjudican.
En el fondo somos víctimas de nuestra independencia. No somos de nadie, nadie nos defiende y a nadie parece interesarle tener buenos jueces, jueces bien pagados, alentados para desarrollar una verdadera carrera profesional, como tampoco interesa una Justicia fuerte y eficaz. Ya me gustaría que se nos dejase en paz, que no tuviésemos que acudir a la protesta, a la pancarta, que la Justicia dejase de ser la eterna cuestión pendiente. En su lugar se nos quiere callados y aislados: domeñados, lo que explica el ataque al asociacionismo judicial; ojo, el único recogido en la Constitución. Poner fin a esas carencias y males es lo que los jueces –y, desgraciadamente, sólo los jueces– defendemos.
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