El canto del cuco

La llamada del monte

Hoy el pueblo está vacío, como muerto, pero en el monte cercano la vida sigue creciendo por su cuenta

Muy de mañana, una mañana soleada y cárdena en esta orilla de Madrid, han venido, como cada año, los de la leña con su viejo camión. En un santiamén han transportado en carretilla y apilado los tres mil kilos de troncos de encina, a veinte céntimos el kilo, en el trastero de la casa. Cuando se han ido, un olor familiar a majada y a monte, procedente de los troncos apilados, ha invadido el ambiente.

Los he acariciado con mi mano de señorito antes de encender la chimenea. Su rugosidad me ha trasladado a los montes de Sarnago, donde domina el robledal, profanado con la plantación de pinos en tiempos de Franco. Además del monte y el raso, las Tierras Altas de Soria se dividen en monte y sierra. En la sierra pacían las merinas y en el monte, las churras y las cabras (las cabras siempre tiran al monte). Para entendernos, en Oncala eran serranos y en Sarnago, montunos. Así nos llamaban. No conviene confundirse. La sierra es azul; el monte, oscuro. Quiero decir que el monte forma parte del alma del pueblo y de uno mismo.

De los montes de Sarnago bajaban siempre los troncos para el paso del fuego la noche de San Juan en San Pedro Manrique. Hasta hubo allí un monasterio, conocido como de la Virgen del Monte, que da nombre hasta hoy al paraje encantador –¿y encantado?– que rodea el antiguo cenobio. La tía Aquilina, que conocí de niño, con infundada fama de bruja, y el tío Antolín fueron los últimos santeros. Este fantástico lugar de monte y prados, atravesado por un riachuelo de agua clara, se lo jugó una noche a las cartas el «Señorito» de San Pedro y lo perdió. El ganador fue un tratante de Berlanga, que se lo vendió a cuatro vecinos de Sarnago a partes iguales y a tocateja. Con el tiempo el cenobio, donde habitaba la lechuza, se transformó en majada y ahora es un cantarral.

Mientras hago lumbre con los troncos recién traídos, me traslado con la imaginación a aquellos montes de la infancia. De la Virgen del Monte subo por la umbría hasta alcanzar el cabezo donde no sería raro que volara un bando de perdices. Desciendo por el sabinar hasta la dehesa, donde vuelvo a oír el tac-tac de docenas de hachas en la corta de la leña, rito obligado del otoño antes de la gran nevada. La vida dependía entonces del bardal y la despensa. Hoy el pueblo está vacío, como muerto, pero en el monte cercano la vida sigue creciendo por su cuenta.