El ambigú

Memoria y concordia

El principal enemigo de la memoria es la distorsión de los hechos históricos

Volvemos a asistir al debate público sobre la Guerra Civil, la dictadura, etc., y ello, como consecuencia de elecciones, de derogaciones y de reformas legislativas. Resulta paradójico ver como se vislumbra en el debate el enfrentamiento conceptual entre memoria y concordia. La declaración del Congreso de los Diputados de 20 de noviembre de 2002, adoptada por unanimidad, supuso algo más que un simbólico acto en el proceso de reconciliación y memoria histórica en nuestro país. Se produjo una condena al golpe militar de 1936, y se comprometía a honrar a todas las víctimas de la Guerra Civil, incluyendo el compromiso de asistir a los exiliados y apoyar la reapertura de fosas comunes, reconociendo moralmente a quienes sufrieron la represión franquista. Con este acto se buscaba dejar atrás las divisiones históricas y promover la reconciliación nacional. Podemos preguntarnos qué ha ocurrido para que 22 años después y tras dos leyes de memoria siga presente una fuerte polarización política sobre el tema, totalmente ajena al sentir de la sociedad española que asiste al debate con poco interés. También podemos preguntarnos si son necesarias leyes de memoria como tales, y si se ha acertado con su redacción, puesto que muchos de los objetivos y fines de ambas leyes se podrían haber alcanzado con algunas reformas de normas ya existentes. El reconocimiento y reparación a las víctimas, incluidas las de la República, son objetivos loables, también el fomento de la educación y memoria colectiva sin sesgos. Las nuevas generaciones tienen derecho a saber y conocer lo que ocurrió durante la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura como parte de toda la historia que debieran conocer, y para ello se requiere de un consenso que debe ser alcanzado por los historiadores de verdad y no en un Consejo de Ministros. El principal enemigo de la memoria es la distorsión de los hechos históricos. La justicia en términos de reparación, que no de una imposible investigación ni enjuiciamiento judicial, es deseable y, por último, el fomento de la concordia y el diálogo. Lo que resulta abyecto es reconocer las heridas del pasado y buscar su cierre y reparación abriendo nuevas heridas y nuevos enfrentamientos que debilitan la cohesión social y la estabilidad democrática. Esto ocurre cuando quien enarbolando la bandera de la memoria lo que pretende es dividir y polarizar para enfrentar a la sociedad en función de la valoración que se haga de la historia. Resulta incomprensible que por un lado se quiera cerrar el suceso más dramático de nuestra democracia, como fue el golpe de estado en Cataluña de 2017, con la desmemoria y con la amnesia de los delitos cometidos, pretextando con ello el fomento de una pretendida normalización que ya existe, o que se castigue con elevadas sanciones económicas los «actos de exaltación de la sublevación militar, de la Guerra … cuando entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas o de sus familiares» y no se haga nada similar con los actos de homenajes y exaltación a etarras. La necesidad y eficacia de las leyes de memoria dependen del contexto político, social y cultural de España y de cómo se diseñen e implementen estas leyes. Mientras se utilicen como instrumentos partidistas y divisorios nunca se conseguirá el necesario consenso y se seguirán cavando trincheras –esperemos que ya nunca tumbas–. La historia no debe ser un campo de batalla para agendas políticas y el recuerdo selectivo no hace justicia a la complejidad del pasado, puesto que la memoria es un derecho y no una herramienta política. La memoria histórica con un espíritu de verdad, justicia, reparación, y garantías de no repetición debe evitar su explotación para beneficios políticos cortoplacistas.