Tribuna

Mis veinticinco años escribiendo en azul

Comprendo que a muchos les cueste aceptar que una mujer del barroco «escapara» de su clausura y proyectara su alma a diez mil kilómetros de Castilla

Recuerdo muy bien aquel día. Era domingo. Un 14 de abril, por más señas. Había nevado copiosamente en el norte de la península y yo me había quedado varado en una aldea remota entre La Rioja y Soria. Estaba en un vehículo sin cadenas y esperaba –más bien, desesperaba–- a que el sol derritiera el hielo de la calzada y regresar pronto a casa. Incauto, maldije mi suerte sin imaginar que uno de los mejores momentos de mi vida aguardaba solo unas curvas más allá. La carretera había terminado por empujarme a las puertas de un pueblo que no conocía pero que enseguida me resultó familiar. Dudé. Dos semanas antes lo había mencionado en uno de mis primeros artículos. Entonces todavía era un periodista novato y lo cité sin saber siquiera que era un pueblo. De ahí mi desconcierto. Creía que su nombre era el apellido de una mujer del siglo XVII. Solo eso. Pero resultó ser también una villa a los pies del Moncayo. E intrigado, decidí preguntar si allí conocían a mi vieja dama. No fue fácil. En aquella jornada blanca y fría, después de misa de doce, no encontré a nadie que me atendiera, hasta que, extraviado, fui a parar a las puertas de una clausura. «Quizás aquí…», pensé. A través del torno interrogué a las monjas por mi mujer con apellido de pueblo. «¿Que si conocemos a María de Jesús de Ágreda?», me devolvieron la pregunta. «¡Fue nuestra fundadora, hijo!»

Esa tarde aprendí muchas cosas. La primera, que nunca debe maldecirse una nevada. Aunque, sobre todo, que conviene ser dócil ante los reveses de la vida y estar atento a las sorpresas que traen.

La historia de aquella María de Jesús de Ágreda (1602-1665) resultó inmensa. Religiosa concepcionista de clausura, había vivido encerrada entre esos muros desde niña. Autodidacta, aprendió a escribir con estilo, granjeándose una correspondencia nada desdeñable con nobles y dignatarios de la Iglesia. De hecho, sus más de trescientas cartas al rey de España cautivaron a toda la corte. Fue en su juventud cuando le atribuyeron la conversión de miles de nativos de ultramar, en los lejanos territorios de Nuevo México, Arizona y Texas, sin haber abandonado nunca su convento. Y lo hizo merced al don místico de la bilocación, un poder que le permitía estar en dos lugares al tiempo. Gracias a él consiguió que sus hermanas no la echaran de menos mientras ganaba fama al otro lado del océano. Y yo, claro, escuché embobado sus aventuras. Atónito, con el alma encogida por el memorial que mandó imprimir Felipe IV en 1630 sobre aquellos hechos, dejé el convento con la convicción de que alguien debía escribir esa historia.

En las semanas siguientes elaboré varios resúmenes y los envié a las principales editoriales del país. Ninguna se interesó. Les parecía que un libro sobre una «monja bilocada» no era comercial; no interesaría a nadie. Pero, al fin, seis años más tarde, tras un viaje al suroeste de los Estados Unidos detrás de sus pasos, un editor me desafió a convertir aquella peripecia en novela. Dicho y hecho. Sin experiencia, me abalancé sobre el procesador de textos y redacté de un tirón la obra. Mi primera ficción. O eso le dije.

Ahora se cumple un cuarto de siglo de aquel momento. Veinticinco años desde que en 1998 viera la luz La dama azul, el relato «no comercial» de una de las religiosas más misteriosas de nuestra Historia, y mi estreno en el mundo de las letras.

Este fin de semana haré balance de esta aventura en las VII Jornadas de Novela Histórica que se celebrarán en Soria y reflexionaré sobre lo que aquel tropiezo inesperado ha traído. La dama azul se ha traducido ya a veinte idiomas. Su publicación en Norteamérica hizo que el Estado de Nuevo México se hermanara con Ágreda en 2008. En Texas ayudó a despertar el recuerdo de las visitas de aquella religiosa de hábitos celestes, y hoy se la honra en San Angelo con una gran estatua de bronce. El Vaticano ha enviado un representante a indagar unos antiguos grafitis indios que muestran lo que parece una monja y una cruz, trazados antes de que los primeros colonos españoles se asentaran. Incluso en Trabazos (Zamora), en la viguería de la iglesia de San Pelayo, los restauradores han encontrado una representación al carboncillo de la dama agredeña frente a una cabeza de indio. No obstante, lo que sigue perturbándome es que el pequeño museo del convento de sor María de Jesús –hoy visitado por muchos lectores de mi novela– todavía conserve casullas bordadas por ella que muestran los mismos patrones geométricos que las mantas de los indios navajo. O que su cuerpo descanse incorrupto en la iglesia anexa, como si fuera a despertar de un momento a otro.

Comprendo que a muchos les cueste aceptar que una mujer del barroco «escapara» de su clausura y proyectara su alma a diez mil kilómetros de Castilla. Incluso hay creyentes que lo dudan. Pero yo, que sentí su abrazo aquel domingo de nieves, y que terminé convirtiéndome en novelista por su culpa, puedo dar testimonio de que esta es una historia poderosa. Tanto que, al vestirla de ficción, tal vez haya multiplicado su fuerza llevándola más allá de las crónicas históricas o los legajos eclesiásticos.

Llevo 25 años en esa carretera y, créanme, aún espero nuevas sorpresas suyas a la vuelta de cada curva.