Quisicosas

La multiplicación de los peces

Cuando el galeno falleció, el pescador acudió al funeral y le prometió a la viuda que no le faltaría la cesta mientras él viviese. Y hasta que murió, los Herrera disfrutaron de su largueza

Tengo un amigo muy salado y famoso, ustedes lo conocen bien, que hace las abstinencias cuaresmales que da gloria. A mí me cuesta más, a mí lo del pescado de los viernes me tiene perpleja. Adoro el besugo, lenguado, bacalao rebozado, boquerón encurtido, salmón o dorada. Casi todos los pescados... siempre que no sea viernes. Es decirme que es práctica obligatoria, para que los viernes de Cuaresma se me desate la ansiedad carnívora más impresentable. Me convierto en neardentala y fanática seguidora de la dieta troglodita más estricta. Vamos, que me apetece un buen entrecot, unas albóndigas o un steak tartar como nunca en la vida y me resulta tristísimo el gesto nimio que propone la Iglesia para reflexionar sobre la vida y dar gracias al que nos la da. La cosa me revela la rabia que da obedecer y lo muchísimo que le cuesta a mi soberbia hincar la cerviz. Claro que mi amigo lo tiene cien veces más fácil que yo, porque como buen andaluz se ha educado comiendo los más frescos pescados todos los viernes de su vida. No sólo porque nació en Cuevas del Almanzora, bien cerca del mar almeriense, sino porque los hombres de aquella tierra cumplen a pies juntillas el refrán que dice que es de bien nacidos el ser agradecidos. Les cuento la historia que me ha llegado al alma esta pasada semana.

Los pescadores padecen más que la media de las personas las enfermedades de la piel, porque la sal y el sol exacerban las irritaciones y sarpullidos y potencian el escozor y la comezón. El padre de mi amigo era dermatólogo y recibió en su consulta a un marino de piel estragada y bruñida, cuarteada por la exposición a vientos y tormentas. El hombre estuvo apenas un minuto dentro y salió tan deprisa que la mujer del médico preguntó qué había ocurrido.

-Nada. Tenía un eccema en medio cuerpo y le he dicho que es del jersey de nylon que lleva. Que se lo cambie y que, si no se le cura, no vuelva. No le iba a cobrar por eso.

El jersey fue para trapos, el hombre se repuso y, en agradecimiento, envió todos los viernes a casa del médico una cesta del mejor pescado de sus capturas de las noches del jueves. Cuando el galeno falleció, el pescador acudió al funeral y le prometió a la viuda que no le faltaría la cesta mientras él viviese. Y hasta que murió, los Herrera disfrutaron de su largueza. Porque el nombre de mi salado y famoso amigo es Carlos Herrera, que contó esta anécdota en su ingreso como miembro de honor en la Academia Médico Quirúrgica de España. Que no se chulee Carlos de estricto observante, lo suyo carece de mérito.