Aquí estamos de paso

Otras levedades insoportables

Ha pasado lo incoherente a ser lo democrático para quienes expiden los carnets de liberalidad social

Cumple Sánchez un mes de gobierno y anda al ratón y al gato con Feijóo y con Puigdemont, que son personas a quienes no le queda más remedio que ver para hacerse una foto. Con el primero le viene bien a él y al segundo le tiene que tragar para poder seguir en el Gobierno. Suponen sus estrategas que

Feijóo le procurará la imagen que invita a pensar que es hombre de diálogo, lo cual también servirá para suavizar el filo acerado de la foto con el otro, el prófugo que hoy no tiene más remedio que tratar como exiliado. No hay certeza de que vaya a haber foto con Feijóo, pero la de Puigdemont la vamos a ver más pronto que tarde. Ahí no hay duda de que está agendada.

Se me antoja que esa va a ser la imagen que con más precisión defina la época que nos toca vivir. Después de la venta y desalojo de Pamplona, que los socialistas siguen pretendiendo mostrar como políticamente aceptable cuando –ocioso es repetirlo, pero no inútil– es parte de la factura del apoyo al gobierno central, llega el encumbramiento definitivo de quien pasó de prófugo a presidente también como asiento en esa factura de supervivencia. Negación de la negación. Subversión de la realidad para llegar a un punto cuya sola mención hace un tiempo era considerada como insultante. Decir que Sánchez negociaría con Bildu o amnistiaría a Puigdemont era ofensa a su dignidad apenas unos meses atrás. Hoy el insulto es no contemplarlo como un plausible mérito político, no abrazarlo con la pegajosa pastosidad del elogio. La imagen de Sánchez con Puigdemont, cuando se transmita al mundo, definirá los perfiles de una gestión de la cosa pública que ha pasado de vender los cambios de opinión para incumplir lo prometido como destellos de pragmática inteligencia política, al señalamiento como escasamente democrático o hasta fascista a quien o quienes individual o colectivamente denuncien esos cambios. Si se ha decretado por la autoridad que son buenos, deben ser necesaria e incuestionablemente buenos. Faltaría más.

De modo, que la nueva doctrina institucional determina no solo que la falta de palabra es loable y beneficiosa, sino que decreta además que son reos de desacreditación todos aquellos que mantengan una coherencia que desnude la inconsistencia de la mayoría. O, mejor dicho, de la parte socialista del Gobierno, porque los demás no se han movido prácticamente nada.

Ha pasado lo incoherente a ser lo democrático para quienes expiden los carnets de liberalidad social. Pensar lo mismo, no cambiar de opinión, mantener el criterio y el rumbo frente a las tormentas se ha convertido en la actitud del irresponsable. Así lo venden, así pretenden que lo veamos. Y eso se me antoja una mirada profundamente antidemocrática, en tanto abre la puerta a un concepto de sucia tonalidad totalitaria: el mundo se mueve según la opinión y los esquemas mentales de quien tiene el poder, de quien manda y es capaz de imponer.

El relato no es el mismo si gobiernas o si simplemente debates. La insoportable levedad de un criterio tiene más filos, más venenosos y mucho más dañinos en manos de quien gestiona la cosa pública, sea desde un gobierno o desde una mayoría parlamentaria. Nadie cuestiona su condición de democrática, al menos no este espectador, pero tanta frivolidad y tan escaso cimiento en las convicciones, obliga a poner en duda la bondad o los efectos de lo que decidan. Advertir del peligro que suponen.