Los puntos sobre las íes

El penúltimo gran hombre de Estado

Se va el penúltimo hombre de Estado que ha sido tan buen vasallo como lo es su señor. Ya sólo nos queda Felipe VI

Conocí a Jaime Alfonsín en Mallorca cuando era la oficiosa corte de verano de Juan Carlos I, concretamente a caballo de esos felices noventa y no tan felices dos miles en los que la baraka del emérito empezó a apagarse por culpa de ese nuevo Fortuna que en realidad constituyó un cohecho de manual y de esa avaricia que terminó por romper un saco en el que debe haber no menos de 1.000 millones. Y, por qué no decirlo, de su bragueta fácil, una costumbre tan respetable como necia en su caso: a todas las novias les contaba cuánto, cómo y dónde lo tenía.

El a la sazón secretario de Don Felipe me causó de inicio una inmejorable impresión: no decía tonterías, le provocan urticaria los focos y enseñó a la superioridad a conducirse por una infalible hoja de ruta llamada Constitución. Hijo de un reputado boticario gallego asentado en Madrid, Alfonsín renunció a la comodidad que hubiera supuesto continuar el negocio familiar para conducir sus designios por los inescrutables caminos del Derecho: fue el número 1 de su promoción en la Complutense y más tarde sacó la oposición de abogado del Estado en un pispás. Dejó un apetitoso puesto de socio en Uría para convertirse en la austera sombra del ahora jefe del Estado. Eso sí: por el camino se le quedaron unos cuantos cientos de miles de euros de soldada anual demostrando, por cierto, que aún hay gente que viene a servir y no a servirse.

Que ha sido el mejor jefe de la Casa del Rey lo certifica más allá de toda duda razonable su magnum opus: Felipe VI. Un monarca con el que no han podido ni el golpismo ni el sanchismo, tampoco esa ETA socia de Sánchez, menos aún las coimas ni las cuentas offshore de su padre. La prueba del algodón son esas encuestas que sistemáticamente coinciden en catalogarle como el personaje público mejor valorado de este país todavía llamado España. Si tenemos el Rey más preparado, honrado y prestigiado en 500 años es responsabilidad cuasiexclusiva de ese Jaime Alfonsín que para Don Felipe ha sido el padre que nunca tuvo.

Nuestro protagonista ha superado, cual Rafa Nadal de los mejores tiempos, auténticos match-ball: la ruptura con Eva Sannum, el compromiso con la plebeya Letizia Ortiz, el caso Urdangarin, la abdicación del susodicho, ese posmoderno 23-F que representó el procés y el escándalo de las comisiones ilegales y las cuentas offshore juancarlescas desvelado por Okdiario.

Sencillamente magistral, más propio de un spin doctor británico de ésos con tarifas de siete ceros que de un abogado del Estado, fue la maniobra con la que consiguió apartar a Felipe de Borbón y Grecia de esa cuenta Zagatka en Liechtenstein que hace las veces de holding de los sobre-cogimientos paternos. Llevar a Don Felipe al notario en 2019 para renunciar a su involuntaria presencia en esa fundación y reventar este lío padre tres días después del confinamiento de 2020 limitó unos daños que hubieran podido llevarse por delante la propia dinastía. Idéntico sentido común y parecida astucia aplicó cuando convino con Carmen Calvo la salida de España de Juan Carlos I. Con buen criterio, decidió trasladar a 7.000 kilómetros de distancia la madre de todos los problemones.

Se va el penúltimo hombre de Estado que ha sido tan buen vasallo como lo es su señor. Ya sólo nos queda Felipe VI. Veremos si Camilo Villarino es un digno sucesor o, como sostiene la atrevida ignorancia capitalina, un quintacolumnista sanchista. Servidor barrunta que será un Alfonsín bis. El listón, en cualquier caso, lo tiene en la estratosfera.