Con su permiso
La política del absurdo
No se puede, le parece a Marta, decir en la tribuna del Congreso que el cambio legal impulsado por el gobierno en el que estás es un retroceso y seguir en ese gobierno
A Marta le gusta mucho Jardiel Poncela. Desde pequeña. Se leyó de un tirón «El Libro del Convaleciente» cuando le tocó convalecer por una larga enfermedad en su adolescencia. Luego se metió en alguna de sus novelas como «Amor se escribe sin Hache» y terminó admirando en papel y sobre la escena, un buen puñado de su medio centenar de comedias.
Hoy se ha acordado de él, imaginando cómo habría escrito y descrito la representación del absurdo a la que Marta asiste como espectadora televisiva en el Congreso de los Diputados. O imaginando que acaso ni él mismo hubiera creado semejante espectáculo.
Porque ciertamente se le antoja teatro del absurdo marxista y jardeliano lo de un gobierno –allá va– que cambia una ley hecha por ese gobierno, en una sesión parlamentaria en la que una integrante del mismo gobierno critica como gobierno a lo que ha propuesto la otra parte del gobierno para acabar con una propuesta de su parte del gobierno, que aprobó en su día ese gobierno en pleno.
A ver, la parte contratante de la primera parte es una genialidad marxista de Groucho que no le llega ni dialéctica ni conceptualmente a la altura del zapato a la realidad sanchista y jardeliana de esta sesión inolvidable.
En la víspera, el entremés lo había puesto otra integrante del gobierno manifestándose delante de un ministerio del gobierno contra la reforma que ese ministerio había impulsado a iniciativa del ministerio de esa integrante del gobierno y ahora echaba atrás por deseo del presidente del Gobierno.
Marta siente de manera precisa e incuestionable cómo se encarna ante ella aquello de que la realidad supera en ocasiones la ficción. Empieza a vislumbrar que el sanchismo del gobierno de Sánchez no es del presidente, sino del escudero de Don Quijote. Aunque es posible que ni Sancho en sus ensoñaciones hubiera imaginado semejante dislate. Como seguramente ni Jardiel ni Groucho con toda su genialidad alcanzarían a la primera el grado de absurdo en el que ese sanchismo de Panza ha colocado su propia acción de gobierno con esta cosa chapucera del «siesí» de la Montero y su pandillita de alegres revolucionarias.
Pedro Sánchez, que consideró oportuno no estar en la sesión de recorte de esa ley que, según él, era el avance feminista que iba a inspirar a todo el continente europeo, dejó en manos de Irene Montero su representación en el debate. Desaguisado al nivel de la propia Ley. Como es natural, la herida sangró, y lo que quedó para la Historia es que el gobierno se quejaba de una reforma que para evitar la sangría de votos del partido socialista, él mismo había impulsado.
Pero si esto es llamativo a Marta se le antoja aún más que ni la ministra Montero ni su jueza de cabecera y responsable de la delegación del Gobierno contra la violencia de género, Victoria Rosell, hagan el menor amago de renunciar a sus cargos.
Porque, claro, si tu impulsas una ley y te la echan atrás, lo que tienes que hacer es irte para mostrar tu desacuerdo, ¿no? Si tus principios son firmes y la coherencia tu norte, te vas del lugar donde se contravienen o vulneran esos principios. No se puede, le parece a Marta, decir en la tribuna del Congreso que el cambio legal impulsado por el gobierno en el que estás es un retroceso y seguir en ese gobierno. No se puede ir a una manifestación contra el Ministerio de Justicia y luego volver a tu despacho de delegada del Gobierno al que pertenece ese ministerio.
Pero si las damas de la ley chapucera son cortas en cuanto a flexibilidad y coherencia y denotan un apego patológico al cargo, imagina Marta que por los privilegios que le otorga o la supervivencia de su partido, no menos insólita es la parálisis del presidente Sancho (no es errata, más bien metáfora), que atado de pies y manos al compromiso no escrito con Podemos, es incapaz de cesar a la responsable primera de todo este follón. Quisiera, pero no puede. Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio.
Marta sube el volumen de la tele cuando ve a la vicepresidenta Díaz de vestido pintón y colorista hablando de Marruecos en la ONU un día después de decirle a Évole que era una dictadura. Presta atención: «tenemos que agradecerle a Marruecos su apoyo a esta iniciativa»… «¿No era una dictadura?». Y a la pregunta del periodista, responde manzanas traigo.
Pues eso. Así todo. O casi.
Sería divertido si no fuera irritante. Sería jardeliano y marxista si fuera una comedia que vapulease por la vía del absurdo una realidad política. Pero sucede, se duele Marta, que es la realidad en sí misma, la manifestación palpable y carnal de la incapacidad de un gobierno para distanciarse del absurdo, para mantener un rumbo y una coherencia que requeriría algo más de solvencia y criterio que el que sigue demostrando esta compañía de políticos y políticas irresponsables, contumaces e ignorantes.
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