Quisicosas
Por qué no quieren ser médicos
Sencillamente, estamos destrozando una profesión que nos resulta imprescindible
Es una de las carreras académicas más arduas, la formación se prolonga durante diez y quince años y se cobran 3000 euros rasos de media en el sistema público. Sencillamente, no compensa. O tienes una vocación como la de San Jerónimo en el desierto, o pasas. Ser médico era el sueño de generaciones: entrañaba prestigio, llevaba incorporado el marchamo de solidez cultural, era indispensable socialmente y garantizaba un muy «buen pasar». Ahora el médico es un funcionario mal pagado.
Es imposible que el Estado suba los sueldos mucho más, porque los presupuestos no lo aguantan, aunque se instale un régimen impositivo confiscatorio. ¿Cuál era la solución antaño? Las consultas privadas. Pero actualmente la mayor parte de las comunidades regionales obstaculizan de un modo u otro el ejercicio particular, que era una forma de ingresar dinero extra bien interesante. Sobre la limitación estatal general (está prohibido el ejercicio del médico público en los servicios de las mutuas de funcionarios –Isfas, Muface, etc–), las autonomías sobrepenalizan a los galenos de tres maneras diferentes. O mutilándoles el «complemento específico» y controlándoles el horario (Extremadura, Madrid); o castigándolos a renunciar para siempre (ojo) al llamado complemento de exclusividad (Andalucía, Galicia) o prohibiendo que los jefes de servicio trabajen al mismo tiempo en la pública y la privada (Valencia, Murcia y Aragón).
Cabría entonces preguntarse por qué los médicos prefieren la sanidad pública. Para empezar, una consulta con citas por 100 euros sólo es realista al final de una carrera con mucho prestigio. Y, si pivotas sobre las sociedades médicas, con emolumentos ridículos, no te compensa apenas. El mundo de la sanidad privada se ha rendido a las grandes compañías que buscan maximizar beneficios. Pagan cicateramente y, en sus hospitales, ahorran en personal de enfermería, servicios y recursos. Los buenos médicos acaban marchándose y son sustituidos por extranjeros a mil euros.
Sencillamente, estamos destrozando una profesión que nos resulta imprescindible. Los jóvenes brillantes prefieren ser notarios, ingenieros o fisioterapeutas. Y, naturalmente, muchos emigran. Duele en el corazón ver en la pública –como me ha pasado recientemente– profesionales monstruosamente capaces e inteligentes, en las UCIS o en los servicios especializados, de los que sabes positivamente que no tendrán ni de lejos los ingresos de un profesional liberal. ¿Cómo no van a irse fuera si en EE.UU. triplican y cuadruplican ingresos? Un médico no puede ser un tipo vestido con un pijama mal cortado, pegado con esparadrapo en lugar de botones (juro que lo he visto), que aguanta agresiones del público e importa menos que un bombero o un conductor de autobús, con permiso de tan honrosas profesiones. Un médico o un maestro son pilares de una sociedad digna.
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