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Con su permiso

Rijosos

Un político no es que tenga que ser ejemplar en su vida pública, es que no puede permitirse siquiera acercarse a comportamientos privados delictivos o siquiera censurables

Contempla Esther el paseíllo atenta al peculiar desenvolverse de sus protagonistas, dos mujeres y un hombre que caminan con paso firme y el impostado ademán al que se suele acudir en estas liturgias, que consiste en aparentar desinterés ante el fusilamiento de luces y cámaras desde el pelotón mediático que aguarda su llegada a los juzgados, por mucho que uno o una sienta los disparos que le abren las carnes de la intimidad y le someten a eso que tan finamente se conoce como pena de telediario que no es otra cosa que la pública exposición de vergüenzas sin presunción de inocencia. Por precisar: ante la nube de periodistas que te encuentras al llegar a declarar, hacer como si no te importara lo que pase delante de ti cuando en realidad están grabándote para que tu imagen sea exhibida, comentada y a menudo despedazada en tertulias televisadas.

Esther, como supone ella que todos los telespectadores, se ha acostumbrado a esos paseíllos tanto como para ser capaz de descifrar gestos y actitudes. Es fácil, son siempre los mismos, responden al mismo mecanismo de defensa ante una situación incómoda. Se fija en la que, sin duda, es la actriz principal de la representación, una dama joven, como de luto, tocada con una peluca y escondida tras unas enormes gafas negras que ocultan casi completamente su rostro. Es evidente que no quiere ser identificada, pero tampoco mostrar emoción alguna ante lo que tiene delante –prensa y declaración judicial– y por eso ha elegido un elocuente y riguroso negro de luto. Más parece una viuda sobrecogida por el dolor que una joven que acude ante el juez a informar sobre una red de corrupción de la que un día tuvo su pizquita de beneficio. No es ella la investigada ni se le acusa de delito alguno, pero es una exhibición tan indeseada como perjudicial. Esther especula con lo que más le puede doler, con lo que peor le hará sentir, y tiene la impresión, y además como mujer lo entiende, que lo más hiriente es verse señalada como la concubina. Su amante y la banda son los necesarios y ella es contingente, pero se ve arrastrada por su complicidad y propio beneficio. Acaso, piensa Esther, en un grado excesivo, casi cruel considerando el papel que tiene en toda esta trama. Con todo, pese a lo singular del caso y la espectacularidad de esa imagen de viuda escondida tras unas gafas imposibles, Esther contempla la escena como ingrediente visible de un espectáculo contemporáneo y denigrante, que se representa en el escenario de la política y va mucho más allá de este caso particular. Tiene en el centro a mujeres que no solo no buscaron protagonismo sino que además se sintieron ninguneadas cuando no agredidas. Las situaciones no son comparables en ese lado del escenario; no es lo mismo ser parte de una trama en la que has sido objeto beneficiado que ser objeto de un abuso o una violación. Nada que ver, obviamente. Pero en el otro lado si hay una patrón común: políticos de todo orden y pensamiento aupados en una prepotencia que un moderno llamaría machirula con tendencia a considerar a las mujeres meros objetos de adorno y uso. También aquí hay grados, faltaría más, pero el muro poderoso entre la delincuencia y la desmedida afición se levanta también con los mismos materiales de derribo nacidos en el machismo más alcanforado y rijoso. Desde un presidente extranjero condenado por abusar de una dama del porno hasta un poderoso político que armaba sus juegos sexuales con pólvora del rey, pasando por comprometidos líderes feministas en juicio por violación o en cuestión por manoseo, el relato de lo público en política se le antoja a Esther muy cargado últimamente de testosterona. Con la impresión, además, de que esto no solo no es nuevo, sino que tiene ya trienios su presencia en la parte privada de lo público. Pensó lo mismo cuando hace poco vio «Yo soy Nevenka», la película de Itziar Bollaín, que retrata con conmovedora eficacia emocional y artística el caso de aquella joven concejala de Ponferrada que tuvo que terminar huyendo de España acosada por el alcalde. No es tan ingenua como para pensar que esto solo pasa en política. Es evidente que los abusos de poder con hormonas de por medio se producen en todos los frentes. Pero le resultan particularmente inaceptables –asquerosos, por qué hurtar la palabra– cuando quienes los ejecutan son profesionales sobre los que se ha depositado la confianza de gestionar lo público. Un político no es un señor cualquiera. Un político no es que tenga que ser ejemplar en su vida pública, es que no puede permitirse siquiera acercarse a comportamientos privados delictivos o siquiera censurables. Se supone que quien administra el bien común, la cosa pública, carece de toda capacidad moral para hacerlo si ni sabe gestionar su universo privado. Un escritor puede ser un ladrón, pero jamás lo aceptaré de alguien a quien yo confío la gestión de mi dinero. Todos los hombres son iguales, pero los políticos, si aspiran a representarnos, tienen que ser necesaria y obligatoriamente los mejores. Piensa Esther que el que eso no suceda no puede ni debe evitar exigírselo.

RijososIlustraciónPlatón