Letras líquidas

«Saudade» del 78

El órdago a la España contemporánea, a la de la generación más próspera que se recuerda, destruye los referentes sólidos, anclados al tiempo político del 78, para lanzarlos al vacío organizativo

No es cuestión de impregnarse del lamento ni del desasosiego más estilo Pessoa por el ambiente político actual, pero cuando las circunstancias se tensan y la crispación se desata, conviene tomar distancia e intentar ajustar las palabras para que ejerzan no solo su labor descriptiva sino para que multipliquen su poder modelador de la realidad. Se ha extendido estos días la burla o la frivolización de la expresión «España se rompe». Y lo ha hecho como una manera de eludir el necesario debate sobre el cambio de paradigma territorial, cierto, real y constatable, que atravesamos. Las transformaciones, profundas, que nos sacuden, se disponen a modificar la estructura política que conocemos.

El desgaste al que se somete al sistema constitucional va más allá de disposiciones legales concretas. Se plasma en el acuerdo del PSOE con Junts, cierto, pero no se encaja solo en una medida que satisface a unos y no colma las expectativas de otros ni siquiera se ciñe a un artículo específico de la ley de amnistía o a una disposición manifiestamente injusta. La dimensión de lo que ocurre viene dada por eso que en términos jurídicos se llama el espíritu de las leyes, que no son más que los intangibles, que, sin plasmarse negro sobre blanco, impregnan e inspiran los comportamientos, los usos, las normas y sus concreciones. La dislocación de principios en nuestro ámbito público se materializa en dos cuestiones de suma gravedad: permitir que un ciudadano (fugado de la Justicia) participe en la redacción de una norma que le va a beneficiar y aceptar en el vocabulario común y cotidiano el término «lawfare». Asumir como válida la teoría política latinoaméricana de complots togados da la medida del deterioro de nuestra democracia, esa que adelantaba a Reino Unido o Francia en la lista de «The Economist», y vaticina, además, la senda de desprestigio hacia la que se desliza.

El órdago a la España contemporánea, a la de la generación más próspera que se recuerda, destruye los referentes sólidos, anclados al tiempo político del 78, para lanzarlos al vacío organizativo. Oficializar sospechas conspiranoicas equivale a desmontar el Estado de derecho y a conceder un poder excesivo al Ejecutivo, que termina colonizando al Legislativo y al Judicial. Y las líneas entre los tres baluartes se difuminan ahora, precisamente, cuando al otro lado de nuestras fronteras dimite un primer ministro al saberse investigado por corrupción: un político que asume el sometimiento a la ley. Portugal recordándonos el respeto a Montesquieu. Y ese estándar de responsabilidad democrática no encuentra traducción al español. Como ocurre con la «saudade».