Quisicosas
Silencios
Mi infancia está llena de escombros bélicos innominados y mudos, como pasados que se pretende que no existieron
En el sótano de mis abuelos en Hamburgo había una gruesa puerta de acero pintada de gris, con la leyenda «Luftschutz» (protección antiaérea). Las letras negras, en tipo gótico, le daban un aspecto letal. El grato olor a cera y linóleo de las escaleras de la casa se transformaba en humedad ominosa abajo, y mi hermana y yo apretábamos el paso para salvar el subterráneo y salir al jardín trasero, un campo raso con un enorme roble en el centro y cuerdas de tender con ropas de colores. Allí olía a hierba. Volver y hacer el recorrido inverso nos infundía temor de nuevo.
En el jardincillo de mis abuelos madrileños, en el hotelito de Bravo Murillo, lo que había era un chiscón con puerta de madera pintada de verde claro. Dentro había aperos y enseres y también olía a humedad, pero más orgánica y con algo de orina de gato. Era pequeño, pero también me daba miedo. Tal vez porque la abuela Pilar nos amenazaba con encerrarnos allí si decíamos palabrotas.
En cada casa había un muerto. El de Hamburgo estaba en una foto de mi tío Heinz, con uniforme del ejército alemán, antes de caer en Francia en el 40. El de Madrid, era un retrato de mi tío Adolfo, muy apuesto con bigote y pelo rizado, antes de morir con 23 años de un derrame cerebral.
Los silencios eran semejantes e inmensos en ambos países y rodearon nuestra infancia, de modo que la fantasía cubrió los huecos. «Los vecinos eran católicos y colaboraron», decían en Hamburgo, y yo me sentía culpable por ir al cole de las monjas. O «El señor N vino huyendo de Berlín… ¡vete a saber!» Y yo no entendía por qué me enviaban a dormir a su casa cuando no cabíamos donde mis abuelos. «Desaparecieron todos los discapacitados del barrio» eran frases, dichas al desgaire, que congelaban la sangre. En Madrid, el tío abuelo Eladio llevaba alza en una pierna, por las heridas de guerra. Había cierto rencor entre los que votaron a Azaña y los comunistas más implicados y condenados a muerte. Fueron indultados, pero sus hijos, por ejemplo, no pudieron ir a la escuela de Franco y recibieron clases semiclandestinas, con un maestro republicano represaliado.
Con los años –muchos años– las lecturas fueron rellenando los huecos. Sigue habiendo incógnitas, claro. El grado de colaboración de un pariente de la Gestapo, que trabajó en Sankt Pauli en la policía moral. O el del falangista que acudía a los fusilamientos. O los crímenes de los que trabajaron con Carrillo. No eran mejores ni peores que el resto, todos fueron cariñosos conmigo. Mi infancia está llena de escombros bélicos innominados y mudos, como pasados que se pretende que no existieron.
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