Con su permiso

Te ha tocao, Pilar

Esta polémica del no es no a la ley del sí es sí es un ejemplo más, acaso el más crítico por sus posibles consecuencias, de la política negacionista de sí mismo que tanto define al presidente

A Estela le asombra el tenaz empecinamiento de Irene Montero y Ione Belarra, las Pili y Mili del postfeminismo en la era de la tecnología, en mantener un error de forma y de fondo en esa ley conocida como del sí es sí, revenida en «no es no» a efectos de desgobierno gubernamental. Cierto es que cuando el famoso texto fue alumbrado por el gobierno de forma solidaria y colegiada en Consejo de Ministros, todo fueron parabienes y elogios, con el presidente Sánchez sacando pecho de sus bondades y las magistradas y magistrados en nómina poniéndola en valor o, las más prudentes, en condescendiente silencio. Era una ley maravillosa, feminista, europea, moderna y casi revolucionaria. La protección a la mujer cobraba un brío singular bajo la premisa de una exigencia legal de consentimiento que acababa con las gradaciones –todo era agresión sin la aceptación explícita por la mujer– para así poder fijar un castigo a modo de prevención para todo aquel que estuviera tentado de forzar la intimidad ajena. Lo pagaría, hiciese lo que hiciese. La idea, recuerda Estela, le pareció buena. E incluso coherente aquella primera explicación de que lo importante no era que las penas fueran mayores o menores, no se trataba de venganza o castigo, sino que las mujeres estuvieran más protegidas. Incluso los informes de expertos juristas que advertían que la desaparición de grados en la agresión podría provocar excarcelaciones, fueron rechazados o contestados con el argumento de que la protección estaba por encima del castigo. O al menos así le pareció a Estela.

Pero llegaron las rebajas. Un goteo soportable al principio pero inasumible con el paso del tiempo, sobre todo si ese tiempo nos dirige a unas cuantas citas electorales de mucha enjundia.

Olvidó entonces el gobierno, y particularmente el ala neofeminista y revolucionaria, el argumento de que el castigo importaba menos y decidió orientar su estrategia, a la vista de que la cosa empezó a escandalizar al personal, hacia el señalamiento ideológico de los jueces. Son, ya se sabe, fachas y machistas. Dejó Sánchez pasar el tiempo a la espera de que otros le solucionaran el problema, pero el Supremo no le fue propicio. A medida que el goteo aumentaba lo hacían los nervios del Psoe, mientras Montero se iba encastillando en la defensa de que la ley era buena y todos los demás estaban equivocados. Montero y su compi Belarra, que hay en Podemos una tendencia a pandillear cuando se trata de defender o atacar algo. Ya no se podía tirar del argumento inicial porque para la opinión pública y la tendencia de voto sí era importante la cuestión de las penas. Hacerlo habría sido coherente. Más aún si, a renglón seguido, reconocían el problema y actuaban para evitarlo. Pero no, prefirieron seguir en la trinchera antitoga antes que apearse de la burra y reconocer otra cosa que no fuera su razón. Debatir es más complejo y requiere más talento político y tolerancia de lo que es uso habitual en esa prole iglesiana.

Observa, con todo, Estela, que ese no es el único renglón de la historia o, para los modernos, fragmento del relato, que se mantiene inalterable. Porque el cambio de criterio de la parte sanchista de Sánchez, que es mucha, es precisamente el factor que uniformiza este caso con el resto de la política que despliega el arrogante inquilino de la Moncloa.

De hecho, esta polémica del no es no a la ley del sí es sí es un ejemplo más, acaso el más crítico por sus posibles consecuencias, de la política negacionista de sí mismo que tanto define al presidente del gobierno. El digodiego es tan clamoroso que asusta. Pero tan evidente su asunción por parte del actor principal, que, sumado a la trascendencia política del desaguisado, permite convertir la nada desdeñable anécdota en la categoría que define una acción de gobierno constante.

Hacer política sin un objetivo claro, a salto de la mata que le ponen o le incendian, según el momento, sus compis de gobierno y de alianza estratégica, sometido al espejito espejito de las encuestas y los elogios acríticos; la falta, en fin, de una consistencia medianamente aceptable, es lo que tiene, deriva en estas situaciones.

Con traca final en este caso, claro.

Una traca con nombre y apellidos, una representación teatral, un misterio de santos inocentes, o santa inocente, encaminado a recuperar el aplauso de un público descontento.

Estima Estela que dado que el todopoderoso Sánchez no tiene poder para mover de su silla a la autora política del estropicio, porque la cuota Podemos en su gobierno no es de su incumbencia –obsérvese la forma en que hemos normalizado esta barbaridad–, y hay que encontrar un chivo que lo expíe, le ha tocado a la que menos tiene que ver en todo esto, a la única que ha pretendido poner cordura, a la ministra de Justicia que no estaba en el gobierno cuando sacaron adelante la ley. Pero hoy sí.

Redoble de tambor, platillos, y, en el más puro estilo del rey del espectáculo político contemporáneo, «a escena, Pilar, que te ha tocao a ti»

No haber estado donde no debías.