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El ambigú

Transparencia o simulacro

En una democracia madura, la luz no es una amenaza, sino la condición misma de su existencia

El Consejo de Ministros aprobó el Proyecto de Ley de Información Clasificada, que pretende sustituir la vetusta Ley de Secretos Oficiales de 1968; es una reforma necesaria: moderniza conceptos, introduce plazos de desclasificación y busca alinear a España con estándares democráticos internacionales. Sin embargo, tras esta apariencia de modernización subyace un riesgo de ampliar el poder de ocultar y un diseño institucional que podría debilitar la transparencia, elemento esencial de toda democracia. El Consejo de Ministros se reserva la competencia exclusiva sin previo control para clasificar documentos en las categorías más altas, como «alto secreto» y «secreto». Este monopolio político del secreto choca con el modelo comparado de países como Alemania o Reino Unido, donde sus comisiones parlamentarias especializadas –el PKGr alemán o el Intelligence and Security Committee británico– revisan la actuación de los servicios de inteligencia y la clasificación de información (el rol de la comisión de secretos del Congreso español es informativo, no ejecutivo). El proyecto refuerza la discrecionalidad gubernamental, dejando en manos del Ejecutivo la decisión inicial sobre qué información queda bajo llave, sin un control parlamentario eficaz que actúe de contrapeso. El proyecto también establece un mecanismo judicial que, en apariencia, dota de garantías a la ciudadanía: el Tribunal Supremo será la única instancia competente para resolver los recursos frente a decisiones de clasificación con una restricta legitimación. La existencia de una agencia independiente podría facilitar la desclasificación sin obligar a ciudadanos y periodistas a recurrir, como única vía, a la máxima instancia judicial. Otro aspecto criticable es el régimen sancionador: las multas por difundir información clasificada pueden alcanzar cifras millonarias, algo que puede desalentar a periodistas, historiadores o investigadores. Aunque el proyecto menciona la libertad de información como atenuante, la amenaza de sanciones tan severas puede fomentar la autocensura. En una democracia sólida, la prioridad debe ser la protección del interés público y de la prensa de investigación, no la creación de un clima de miedo en torno al acceso a la verdad. La transparencia no puede entenderse como una concesión del poder, sino como un principio estructural del Estado democrático. Los artículos 20 y 105 de la Constitución, así como la jurisprudencia del TC y del TEDH, establecen que toda limitación al acceso a la información debe ser legal, necesaria y proporcionada. El proyecto, aunque establece plazos máximos de desclasificación, mantiene definiciones amplias que permiten clasificar información por motivos poco concretos. Un diseño legislativo más equilibrado debería integrar contrapesos parlamentarios y órganos independientes de revisión como por ejemplo una Agencia de Información Clasificada independiente, que resuelva reclamaciones de desclasificación de forma ágil. El objetivo de la reforma debiera ser el de reconciliar seguridad y transparencia, y el texto aprobado parece quedarse a medio camino: moderniza el lenguaje, pero no cambia la cultura del secreto; se corre el riesgo de mantener un modelo en el que el Ejecutivo sigue controlando, casi sin contrapesos, qué puede o no saber la ciudadanía sobre su propia historia. La transparencia es la condición que legitima el uso de los poderes excepcionales del Estado. Sin ella, la democracia se vacía de contenido y se convierte en una estructura formal sin verdadero control social. Por eso, este proyecto de ley, aunque supone un avance frente al arcaísmo de la normativa de 1968, necesita ser revisado a fondo durante su tramitación parlamentaria. Se requieren contrapesos efectivos y una protección real del periodismo y la investigación histórica. En una democracia madura, la luz no es una amenaza, sino la condición misma de su existencia. Y una ley que no lo entienda así, aunque se presente como moderna, corre el riesgo de convertirse en una vieja ley disfrazada de nueva.