Joaquín Marco
El nuevo año viejo
Añadir un número distinto al anterior calendario no supone gran cambio, porque no deja de ser un guarismo, símbolo que algunos entenderán como esperanza o desengaño. El nuevo año que se inicia fatalmente en día festivo se observa con recelo. De hecho, el día 1 de 2017 no alterará los miedos que acogotan nuestra sociedad que, pese a todo, debe incluirse entre las privilegiadas, las de un primer mundo que, pese a desigualdades hirientes, goza de vitalidad. No importa que los nuevos partidos que habían de transformar el país en paraíso en breve tiempo se hayan transformado ya en casta y actúen como aquellos que denigraban. Su crecimiento atraviesa ahora una adolescencia que puede finalizar en fecunda madurez o en el retorno a una infancia infinita. Ni los besos en la boca de Pablo Iglesias, ni los cariños de alguna de sus dirigentes han servido para sustentar una fraternidad programática. Tampoco cabe esperar mucho de la política encerrada en su burbuja tendenciosa. Se inicia como simple capullo, pasa a flor y se marchita sin remedio. Sólo es necesario leer someramente un poco la historia sin perder la sonrisa, porque no sólo envejecemos y relativizamos las promesas, somos un país ya curtido en toda suerte de crisis y guerras fratricidas. Uno de los pilares de la tan elogiada democracia se asienta en el sistema partidista, facciones que, bajo el escudo de buscar lo mejor para los ciudadanos, reflejan todos los vicios del ser humano, desde la codicia –entiéndase corrupción– hasta una lucha por el poder que nos legaron los primitivos cuando alcanzaron a configurar la tribu. Esta sociedad que se define como laica no deja de considerar la política, la economía o la ciencia como expresiones de una nueva religiosidad. Pero nada permite augurar que otros fanatismos, en su expresión terrorista islámica, vayan a desaparecer a corto plazo. Cada civilización alimenta los suyos.
El año que viene nos deparará como los anteriores alegrías y tristezas en lo individual y en lo colectivo: es una obviedad. Pero cierto relativismo, alejado de los extremos, ha de permitirnos mitigar los cambios que podrían considerarse catastróficos bajo el signo de un Donald Trump, al que sin duda llegarán a frenar algo esos poderes que, desde la sombra, acaban inmiscuyéndose incluso en la vida de cada uno. Pero algo cambiará para que parezca que el progreso no se detiene y la justicia humana impera en civilizaciones desordenadas. Conviene admitir que la legión de hambrientos en el mundo ha disminuido y que, en la Europa que nos incomoda aunque la disfrutemos, los fallecidos en los accidentes de automóvil superan en mucho a las víctimas del terrorismo. Nos esperan incertidumbres como las elecciones en Francia y Alemania que, por obvias razones, no van a resultarnos indiferentes, como no lo será el inicio del Brexit. Sin embargo, todo permite pensar que un año más nuestras ciudades y pueblos se llenarán de turistas ávidos de sol y buen comer y hasta de una minoría interesada en la cultura que se nos legó. España, tras un año de singobierno apenas perceptible, disfruta (es un decir) de una estabilidad que se admira desde el exterior. Pese a los augures, no se otea una solución amable al mayor problema del estado, la indisciplina y la tendencia independentista en Cataluña, aunque llegará el momento en el que habrá que tomar alguna decisión. Los últimos referendos deberían hacer reflexionar a quienes los defienden, porque nada es lo que parece. Eso deberían aprenderlo los partidarios de un diálogo, que sólo se anuncia, y los de la independencia, empeñados en ocupar calles y plazas. Se requiere una instrumentalización muy delicada en una UE que tampoco anda con buen pie.
Más bien poco, me temo, se hizo el año pasado en el ámbito cultural y en el que se iniciará el próximo domingo tampoco son de esperar grandes alegrías. Las artes y las ciencias no sólo dependen de presupuestos y buenos gobiernos, sino de su fomento, convertidas, gracias a nuevas tecnologías, en fácilmente accesibles. Sólo se requeriría romper con determinadas inercias y alterar principios educativos que, como se está comprobando, andan al garete, pero las utopías tienden al desastre. A la mayor parte de los gobiernos les conviene una ignorancia acrítica y semialfabeta: que se lea poco en papel o en lo que sea, pasados por el filtro de la corrección y el best-seller. La izquierda –o lo que se entendía como tal– anda mal, más dividida que de costumbre. En febrero se celebrarán congresos en el PP, sin problemas serios a la vista (porque la dimisión de Aznar, que retornará acompañado de algunos fieles en el seno de su FAES, pasará a portavoz de la ortodoxia primigenia) e, instalados en el gobierno, las luchas por el poder se observan con mayor tranquilidad. También –y al mismo tiempo– tratarán de acordar errejonistas y pablistas, enfrascados en amorosos y profundos desencuentros. El congreso de los socialistas, si llega a producirse, será ya pasada la primavera sevillana, cuando Sánchez y sus cada vez más escasos fieles a su «no es no» se hayan rendido, exhaustos en sucesivas depresiones. Poco bueno y nuevo, pues, cabe esperar del año que iniciaremos, tan viejo ya. Y tal vez precisamente por ello broten sorpresas, como las setas, gracias al mal tiempo. Y el refranero, no siempre sabio, concluye que al mal tiempo, buena cara.
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