Buenos Aires

La extraña muerte del ferroviario Andrada

UN VISTAZO AL GLOBO

La Razón
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Acaba de cumplirse un año del trágico accidente ferroviario que dejó 52 muertos y 600 heridos en la estación bonaerense de la Once. Sucedió el 22 de febrero de 2012 cuando un tren que procedía de Sarmiento, sobrecargado y en malas condiciones mecánicas, fue incapaz de frenar y se estrelló contra el andén. El accidente puso de manifiesto lo que ya se sabía: la colusión entre los funcionarios del Gobierno y los empresarios dueños de la concesión del ferrocarril permitió que, pese a los millonarios subsidios estatales, la seguridad se deteriorase. Están procesados dos ex secretarios de Transporte, Ricardo Jaime y Juan Pablo Schiavi, y otras treinta personas más. La defensa insiste, por una vez, en afirmar la mayor: el mal estado de los ferrocarriles argentinos, otrora orgullo de la nación, no era un secreto para nadie. La responsabilidad, pues, va en cascada, desde la presidencia de la República hasta el último empleado. Todavía no se ha fijado la fecha de la vista oral, aunque los más optimistas creen que se celebrará en octubre. Sería todo un récord para la Justicia argentina. El fiscal, Federico Delgado, no se anduvo por las ramas en el acta de acusación: se privilegió el negocio sobre el servicio público. Los empresarios se quedaban con el dinero de las subvenciones en lugar de invertir en el mantenimiento de la red. La inspección oficial hacía la vista gorda. En definitiva, un caso claro de complicidad criminal. Ahora, hay que probarlo ante el tribunal. Y aquí entra el extraño caso de la muerte del maquinista Leonardo Andrada, asesinado a tiros el pasado 8 de febrero, mientras esperaba el autobús en una parada de Castelar. Andrada, de 53 años, padre de dos hijos, era uno de los testigos clave de la acusación. Le había dado el relevo a su compañero Marcos Córdoba, que conducía el tren en el momento del accidente, y declaró que el convoy iba sobrecargado y «lento de frenos», información que tiraba por tierra la versión oficial sobre las causas de la tragedia, que atribuía a un «problema físico» del maquinista el que no se hubiera podido frenar el convoy. Uno de los acusados, Juan Pablo Schiavi, insinuó, incluso, que Marcos Córdoba pudo sufrir un ataque de epilepsia. Al compañero Andrada lo mataron de cuatro tiros por la espalda, el último efectuado a bocajarro, lo que tiene todo el aspecto de una ejecución premeditada. En el bolsillo, según revela el periodista de «La Nación» Fernando Iglesias, se le hallaron 1.200 pesos, lo que invalidaría el robo como móvil del crimen. A la vuelta del velatorio, la familia sorprendió en el domicilio de Andrada a unos tipos que estaban registrando los cajones de un armario. Huyeron entre amenazas.

Sin embargo, la Policía de Buenos Aires relaciona ambos hechos, el asesinato y el allanamiento posterior, con la delincuencia común. Afirman que el ferroviario Andrada, al que atribuyen la posesión de una navaja en el momento del crimen, se enfrentó a los atracadores, opinión que se compadece poco con el hecho de que recibiera todos los disparos por la espalda. Respecto al intento de robo en el domicilio, lo atribuyen a unos ladrones que sabían, por un cartel colocado en la puerta, que todos sus ocupantes estaban velando el cadáver. Lo más curioso del caso es que la prensa oficialista, la que atribuye a interesadas maquinaciones de la oposición las denuncias sobre la inseguridad ciudadana que padece Argentina, han acogido con entusiasmo la versión de la Policía.

Durante los actos de homenaje a las víctimas, celebrados en la estación Once y en la plaza de Mayo, la presidenta Cristina Fernández fue el blanco de todas las críticas, algunas claramente insultantes. El día anterior, al hablar del accidente, había venido a decir que son cosas que pasan, que la vida también tiene momentos tristes. No se lo han perdonado. El descontento de los argentinos crece cada día más, a medida que se deterioran la economía, comida por la inflación, y la seguridad pública. Cuando menos, la tragedia de la estación Once ha tenido la virtud de recordar que hay una clase política que maneja el país como su finca.