Joaquín Marco
La nueva era
La significación de los siglos no coincide casi nunca con los cambios numéricos y eso lo saben bien los historiadores. Ignoramos por su contenido cuándo se inició el siglo XXI. Y, con seguridad, conceptualmente no fue el día 1 de enero de 2001, pese al deslumbramiento que nos produce el 2 inicial que significó además cambio de siglo y, a la vez, de milenio. ¿Y de era? Todo sugiere que vivimos aceleradamente, pero en ello coincidimos con nuestros antepasados tras atravesar el mundo moderno, como entonces se calificó. Pero hasta hoy el nuevo milenio, que parte siempre desde Occidente de una fecha tan cambiable y mítica como el nacimiento de Cristo, ha producido cambios, aunque escasamente significativos. No sabemos cuándo los historiadores del futuro entenderán que se ha producido un hecho que nos permita asegurar que han cambiado los tiempos. Anuncios de transformaciones en la sociedad que en estos días anda enredada en la posverdad, como antes lo estuvo en la postmodernidad, en el poder transgresor de los nuevos medios, en la decadencia del poder de la televisión, característica del siglo XX, la progresiva robotización del trabajo (que apenas acaba de empezar), las migraciones que trasladan problemas de uno a otro continente (ya no de país a país), la globalización económica y el descrédito de las ideologías y, por ende, de la política, entre otros muchos signos, parecen indicar el nacimiento de otra era. Algunos sentirán nostalgia por la pasada y otros entenderán que conviene acelerar el proceso para entrar en otra etapa de una Humanidad empeñada en acabar con el planeta Tierra, ignorante de la imperiosa necesidad de mantener el equilibrio global, pese a las consideraciones de los negacionistas.
Aunque nos avergüence, el acceso hoy mismo de un personaje como Donald Trump a la presidencia de EE UU podría marcar un hito para determinar el fin de un equilibrio social inestable y de un mundo reconocible. El nuevo presidente carece de ideología, salvo la tendencia al máximo enriquecimiento personal y, de mantener sus promesas programáticas, supondrá un cambio radical en las relaciones entre las naciones (la UE, herida por el Brexit, ya ha proferido el grito de alarma) ante el gran salto atrás que se avecina. Hemos admitido sin rubor que el mercado del engaño, otra fase de la sociedad del espectáculo, pase a convertirse en moneda de cambio. El aislacionismo que propone el líder de la mayor potencia del siglo XXI no deja de ser un repliegue, una trinchera desde la que se pretenden recuperar valores de otros tiempos. Aunque especulemos sobre que los efectos que tales medidas lleguen a afectar a Occidente, solo podemos intuir que los anteriores modelos van a ser superados por el angustioso salto atrás. Trump, heredero de aquel cursilón, aunque efectivo, Tea Party, parece admitir que el continente asiático y especialmente China, cuyas relaciones se apuntalaron en la década de los 70, se han convertido ahora en el enemigo a batir. Trump, rodeado de millonarios en el gobierno, desde su torre-atalaya neoyorquina, atisba los nuevos negocios que ha de potenciar y cierra a cal y canto la nación en un aislacionismo –que se estima imposible– poco original, ya propuesto en otros tiempos. Los movimientos de los capitales son ahora instantáneos, ni siquiera la poderosa máquina bancaria resta al margen de los peligros que acechan a cualquier poder. Trump puede ponerlo todo patas arriba o maquillar un programa audaz, de naturaleza retrógrada. Si pretende y consigue aliarse con la Rusia más tradicional, con el Israel más beligerante e ignorar los peligros de cualquier veleidad atómica (sea Irán o Corea del Norte), transformar la OTAN y desdeñar a Europa, todo, en efecto, puede alterarse.
Resulta difícil calcular los tiempos que vienen, pero sin duda podrían ser distintos de los anteriores y la toma de posesión de Trump vendría a suponer una ruptura que, acompañada de los signos de cambio que se están afianzando, confirmaría la llegada de un mundo todavía más inmisericorde del que estamos viviendo. Sin embargo, Luis Rojas Marcos supone que «el optimismo es una forma de sentir y de pensar que nos ayuda a gestionar nuestros recursos y a luchas, sin desmoralizarnos para superar situaciones adversas; está demostrado que los optimistas, antes de tomar decisiones importantes, sopesan tanto los aspectos positivos como los negativos, mientras que los pesimistas se limitan a ver únicamente los negativos». Convendría seguir su propuesta y valorar los aspectos positivos que pueda tener la llegada de este nuevo actor al escenario mundial, a la comedia del nuevo tiempo. El movimiento que se inicia, sin nuestra intervención y sin otra posibilidad que la de actuar como observadores, se desliza al margen de una concepción optimista del cambio. Sin duda, alguno podría advertirse, como la progresiva robotización del mundo industrial según se entendía en los siglos XIX y XX, que desplaza el trabajo menos creativo, aunque incrementa el paro. Habrá que desprenderse de la idea de progreso como hemos abandonado la de la lucha de clases, porque la transversalidad de nuestras sociedades así lo exige. El arriba y abajo de Pablo Iglesias tampoco parece suficiente para definir un modelo de una sociedad como la presente, que admite periclitada la fórmula derecha e izquierda. Si me considerara optimista (de los que viven más, según el mencionado psiquiatra), tendría que advertir alguna bondad tras este cambio que encarna Trump, pero no se me ocurre. Dudo de la «era Trump», un mal sueño.
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