Joaquín Marco
La reaparición de «Pimpinela»
Días antes de que se iniciara el que debía ser definitivo martes 30 de enero las fuerzas de orden público (policía nacional, guardia civil y las múltiples inteligencias que tanta eficacia demostraron el pasado 1 O, aunque no lograran descubrir dónde se encontraban las 10.000 urnas del referéndum) controlaron los accesos a Cataluña por tierra, mar, aire y subsuelo. Las imágenes de policías registrando las alcantarillas próximas al Parlament o a la búsqueda del no se sabe si todavía president en los maleteros de los automóviles que atravesaban la frontera o hasta los de los taxis (como el de Xavier Doménech) en los siete u ocho controles ante el Parlament, producían cierta ternura, la indefensión que buscaba mostrar la clase política ante la astucia de un personaje cuyo objetivo declarado era prescindir de leyes de un estado que estima que no le representa. No soy el único que se ha servido de la comparación de Carles Puigdemont con aquel personaje que desde la novela de 1905 de la húngara, aunque residente en Inglaterra, Baronesa Orczy (1865-1947) pasó a convertirse en un gran filme de éxito popular, «The Scarlet Pimpermel», estrenada el 23 de diciembre de 1934. Sus principales protagonistas eran un encantador Leslie Howard y Merle Oberon, siempre misteriosa, dirigidos por Harold Young. Probablemente pude visionarla en las pantallas barcelonesas muchos años después de su estreno internacional. Recuerdo bien la figura del aristócrata inglés Sir Percy Blakeney, que salva, con astucia y disfraces, los controles de los revolucionarios franceses y logra la libertad de algunos aristócratas condenados a la guillotina por un feroz Robespierre de película. Pimpinela se convierte así, más o menos disfrazado, en el tormento de las recién estrenadas autoridades republicanas francesas. La baronesa se sirvió del personaje, nacido en el teatro (1903), para redactar una saga que le habría de reportarle tantos beneficios como para adquirir una villa en Montecarlo. Naturalmente, todo aquello era ficción, imaginación, pura literatura.
Tal vez la baronesa se inspiraría en el terror a la revolución bolchevique. Su familia abandonó Hungría ya en 1868, después de que los obreros quemaran las máquinas de la fábrica paterna. Se trata, pues, del paralelismo tantas veces reiterado entre las dos revoluciones que transformaron la sociedad europea moderna. Pero lo que se vive en Cataluña no es un proceso revolucionario, sino un juego de espejos, una comedia de enredo de tintes melodramáticos, a ratos un esperpento, cuya última víctima resulta ser precisamente Cataluña, a cuyos ciudadanos se quiere salvar de la opresión de una España imperial, aunque llevemos años sin gobierno propio, ni tal vez ajeno, a la buena de Dios. Puigdemont, sin embargo, ha estado sirviéndose de artilugios literarios muy bien administrados. Su huida, la escala en Gerona, la fuga en automóvil hasta Marsella, el vuelo a Bruselas, sus constantes apariciones en los medios, una omnipresencia que ha permitido ocultar la vida procesal de una España que ha sustituido la política por el barroco mundo legislativo. Pero Puigdemont, a diferencia de Sir Percy Blakeney, Pimpinela Escarlata, no forma parte de la nobleza, el 155 (que a tantos nos disgusta) tampoco es la guillotina y la lucha por el independentismo no puede comparase con una revolución. La Baronesa Orczy creó un personaje de doble vida en un doble mundo: el británico y el francés. No ha sido el caso de Carles Puigdemont. Supo siempre que la utopía de la república catalana, respetable por su tradición, era todavía inalcanzable. No lo fueron las revoluciones de los siglos XVIII y XX, porque trascendieron a su tiempo.
La Pimpinela Escarlata catalana nunca disimuló sus propósitos. Era el nieto de un Jordi Pujol quien, desde los orígenes –aun antes de crear Convergencia– inventó un país con mentalidad de banquero. Puede que el capital internacional sustituya aquella rancia aristocracia, aunque los precursores del nacionalista Puigdemont fueron restauradores de una lengua y una cultura muy debilitadas. La Renaixença o el Noucentisme nunca se plantearon como una república catalana, el proyecto surgiría mucho más tarde con Macià y Companys y una crecida ERC. Pero el partido de Puigdemont, JxCat, heredero de Pujol, nunca se había manifestado radical y su historia deja mucho de ser ejemplar. Seguro que el nuevo Pimpinela fue más feliz, así lo asegura, cuando rescató la alcaldía de Girona (como desea que se denomine, según apuntaba la pasada semana Javier Cercas) de los pérfidos socialistas que la habían detentado tantos años. Pero un Puigdemont vencido puede convertirse en incómodo símbolo y los dos millones de independentistas que lo votaron permanecerán, más o menos divididos, necesitados de soluciones políticas que deberían producirse con rapidez. Con o sin Puigdemont, con más o menos astucia y sea quien sea el tapado, el «procès» no ha fenecido. Tal vez, sin ayudas económicas, Omnium Cultural y ANC o los cachorros de los comités de defensa de la república, respiren con más dificultad, aunque un gobierno independentista velará por su permanencia. Puigdemont podría observarse como otra fracasada Pimpinela, aunque su objetivo sigue coleando y el daño está hecho: se ha dividido la sociedad catalana, la española observa con reticencia a Cataluña, se han producido manifestaciones de diverso signo, han huido de la zozobra 3.200 empresas y la economía catalana se ha debilitado. Hasta el mismo independentismo parece fracturado. Quedan políticos encarcelados, procesados y otros fuera del país (tal vez no exiliados en sentido literal). Nunca se produjo un diálogo y habrá que corregir errores por ambas partes. También los catalanes somos responsables de desaguisados, incluso ante las urnas.
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