Joaquín Marco

La sartén por el mango

La Razón
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No cabe duda de que este caluroso verano del año 2016 es tan pesado por los calores, los incendios y los JJ OO como por el insustancial juego de tronos de nuestros políticos (incluido el efectista Albert Rivera). Se otea ya un 25 de septiembre agraciado con nuevas elecciones gallegas y vascas, aunque las últimas prospecciones de improbables terceras elecciones tampoco modifican el marasmo partidista. El ciudadano está por lo que está y, a esta hora y en tales condiciones, toca vacaciones o soportar las calles superpobladas de turistas en nuestras ciudades. Pero la Unión Europea, también de vacaciones, se cuece en parecida salsa, incluidos aún los británicos del Exit. Se apresuró a llegar a los acuerdos de 18 de marzo con la Turquía de Recep Tayyid Erdogan, líder del partido AKP en el poder desde 2002, para frenar una imparable migración que constituye uno de los dos mayores problemas a los que se enfrenta. Se considera el ex imperio otomano una tradicional frontera entre Oriente y Occidente, país seguro para sirios, libios, afganos, somalíes u otros frutos de la égida del hambre, a cambio de una sustanciosa ayuda económica. Perdido el recurso turístico, Turquía atraviesa por dificultades económicas y la supresión de visados a los turcos en países de la Unión le aproximaría a sus deseos de anexión a la Comunidad. Alemania, con una considerable población turca naturalizada, fue el alma de un tratado que todavía no se aplica. El frustrado golpe militar del pasado 15 de julio ha trastocado todos los planes. Erdogan se había estado preparando para dar marcha atrás a aquella revolución de Mustafá Kemal Atatürk que había elegido la laicidad como carta de naturaleza del estado moderno turco, amparado por militares que hacían gala de ello frente a los vecinos países islámicos. Desde su muerte en 1938, la población ha oscilado entre el laicismo, más culto, y el islamismo de las clases populares. El Ejército forma parte de la OTAN y hasta hoy defendió la enseñanza universitaria laica y una consideración occidentalizada de la mujer: el velo estaba prohibido en las aulas, así como la barba.

El golpe, que causó 271 muertos y más de 2.200 heridos, sirvió al régimen como excusa para, tras declarar el estado de excepción, ejercer una purga en todos los ámbitos de la sociedad. Una ley especial permite prolongar las 20.000 detenciones, aunque la mayor depuración se produjo en el seno de las fuerzas armadas: 87 de los 198 generales fueron destituidos; 30 de los 72 cargos de la fuerza aérea; 32 de los 55 almirantes; 7 de los 32 mandos policiales, así como el único almirante de guardacostas y 1.099 oficiales de menor graduación. Entre 60.000 y 65.000 funcionarios, enseñantes, jueces y periodistas fueron cesados, 130 medios de comunicación clausurados (45 periódicos y 16 cadenas televisivas). La colaboradora de este periódico Beatriz Yubero, que se encontraba en Ankara gozando de una beca que había de permitirle culminar su doctorado, tras haber sido detenida 36 horas, fue deportada sin existir cargo alguno. Erdogan se presenta como un islamista moderado, aunque reprocha a Europa sus advertencias sobre el respeto a los derechos humanos y amenaza a la Unión con dar paso a los, por lo menos, dos millones de refugiados que desean alcanzar Europa. Los controles en Bulgaria han sido reforzados y poco puede hacerse en una Grecia abierta: «Ningún país que se preocupe más por el futuro de los golpistas que por la democracia en Turquía puede ser nuestro amigo», declaró Erdogan. Pretende suprimir las academias militares y crear una Universidad militar, así como tomar el control directo de las fuerzas armadas y de la Inteligencia, a la que acusa de su escasa eficacia al no haber detectado los preparativos del golpe. Tras él sitúa la figura del imán Fethtullá Gülen, su antiguo colaborador, residente en Pensilvania, en EE UU desde 1999, otro islamista moderado, pero cuya influencia se extiende más allá de Turquía. Montó una red escolar por 140 países que alcanza hasta China e infiltró en su país la calificada como «cemaat, comunidad» no sólo en los ámbitos educativos, sino en la Administración y el Ejército.

La mermada izquierda turca había advertido, desde hace años, una infiltración que fue tolerada por Erdogan. La prosperidad económica de la que gozó Turquía procedía de los tecnócratas de Gülen, quien ya antes de 2009 se dio cuenta de la progresiva radicalización islámica de los suníes e intentó, para restaurar la línea convivencial de Atatürk, derrocar sin éxito a Erdogan en 2013, acusándole, sirviéndose del aparato judicial, de una indudable corrupción. Pero Gülen sirve ahora como excusa para culpar del frustrado golpe a los países occidentales y a EE UU que se han negado a extraditar al clérigo. Podría entenderse como una lucha entre dos facciones del islamismo suní –a lo que hay que sumar el problema de los rebeldes kurdos– si Turquía no constituyera una pieza esencial del sistema defensivo occidental. La única línea roja que ha impuesto Occidente es la restauración de la pena de muerte abolida en 2004, causa que defiende con entusiasmo el presidente, respaldado por parte de la población. Es Turquía la que tiene la sartén por el mango. El nuevo acercamiento a Rusia, «una página nueva», y al presidente Putin constituye otra amenaza en un verano estratégico en varios sentidos. Occidente contempla con estupor el enrocamiento en los extremos de una Europa acosada por el terrorismo.