Londres

Las «brigadas internacionales» mantienen la guerra en Siria

Aunque claramente alineado con la oposición al Gobierno de Damasco, el Observatorio Sirio de Derechos Humanos, con sede en Londres y decenas de colaboradores en el interior de Siria, viene haciendo un loable ejercicio de objetividad a la hora de proporcionar la información, tal vez porque percibe la irrupción del yihadismo extremista en la guerra siria como una amenaza mayor para el futuro de sus habitantes que la conocida tiranía de los Asad. El jueves pasado, el Observatorio hizo público un balance de víctimas del conflicto que, de acuerdo a sus bases de datos, eleva el número de fallecidos desde el 18 de marzo de 2011, fecha del comienzo de las revueltas en Deraa, a 171.509 personas, un tercio de ellas –56.495– civiles. Los gubernamentales habrían sufrido un total de 65.803 bajas mortales entre sus tropas, incluidas las de los milicianos pro régimen, a las que habría que sumar 509 combatientes de la milicia libanesa Hizbulá y 1.603 voluntarios extranjeros, en su mayoría chiíes iraníes. En el bando rebelde, las bajas son algo menores. Se cifran en 46.301 combatientes fallecidos, pero con una particularidad esclarecedora: casi la mitad de los muertos –15.422, para ser exactos– eran yihadistas extranjeros llegados desdes todas las comunidades del islam en respuesta al llamamiento a la guerra santa del extremismo suní. Tal número de bajas permite calcular en unos 60.000 el número de combatientes que han integrado esas brigadas internacionales islamistas –hoy divididas y enfrentadas entre sí– y explica la aguda deriva religiosa y sectaria que adoptó el conflicto.

Junto con la hábil jugada política de la entrega de las armas químicas, uno de los grandes momentos de la diplomacia rusa, el régimen de Bachar al Asad debe su supervivencia a la rápida percepción de la opinión pública occidental de que en Siria podía producirse otro fiasco como el de Libia, si se entregaba el poder a lo peorcito del islamismo. Si en Libia la cadena de televisión catarí Al Jazira había tenido éxito en su exposición maniquea de los hechos, en Siria cosechó un fracaso del que no parece que pueda recuperarse. Pero, también, hay que reconocer el tremendo esfuerzo de los soldados y milicianos de Damasco, enfrentados a unos adversarios fanatizados, muchos con amplia experiencia de combate en Chechenia, Irak, Afganistán, Yemen o Somalia, y generosamente financiados con dinero catarí y saudí. En esa capacidad de resistencia del régimen, que pocos analistas reconocían al principio, hay que buscar la extensión del conflicto a Irak. Ocurrió que el actual jefe del llamado Ejército Islámico, el «califa» Abu Bakr al-Baghdadi, comprendió que el teatro sirio había entrado en una guerra de desgaste que consumía sus mejores tropas sin obtener ventaja territorial alguna. Por el contrario, en Irak podía disponer de varios miles de voluntarios suníes deseosos de liberarse de la hegemonía chií. Entre ellos, los cuadros del antiguo Ejército de Sadam, que de detentar el poder habían pasado al ostracismo y al amargo desempleo. Es una alianza de circunstancias que durará mientras quede territorio suní por liberar. Porque, como ha ocurrido en Siria, el común de los suníes está muy lejos de aceptar una vida regida por la interpretación estricta de la sharia, que considera pecado hasta el fútbol.