José Jiménez Lozano

Las elecciones pensadas

La Razón
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A los pocos meses de unas elecciones generales, cuyo resultado fue un mosaico de grupos y encontrados proyectos que no se pudieron o no se quisieron armonizar, habrá inmediatamente otros comicios que el buen sentido diría que arrojarían muy otros resultados, ya que se supone que este tiempo entre ambas elecciones debería haber dado, a eligendos y a electores, no pequeños motivos de reflexión acerca de su voto. Pero los augures, ahora prevén, sin embargo, un resultado similar al anterior, deducido de los feriales juegos de encuestas, y de los «a priori» que siguen enunciando las formaciones políticas, con su repetición de recetas, reclamos de captación y eslóganos abstractos y nominalistas, dirigidos a una sociedad económicamente debilitada y dolorida, con su tradición cultural y moral común casi perdida e inmersa en una cultura de masas enormemente fragmentada, y con viejas formulaciones irracionales y voluntaristas.

Cuando Sir Winston Churchill habla del reinado de Isabel I de Inglaterra habla de la «terrible oscilación» del Estado provocada durante los anteriores reinados de Eduardo VI y de María I, a cuenta de los duros enfrentamientos político-religiosos, y de cómo Isabel I comprendió que serían mortales «para la unidad y continuidad de la sociedad nacional»; pero pudo convencer a los ingleses de que les convenía pensar en su condición común de ingleses. Y, ahora, no debería ser ni imaginable que lo que queda de los viejos doctrinarismos españoles en el plano político pueda ser una realidad más violenta y pétrea que aquellas violentas parcialidades y banderías aludidas, y que también pueda abrir la puerta a una desestabilización del Estado. De manera que cabría esperar que la conciencia más viva de nuestra españolidad se levantase al unísono por encima de cualquier otra preocupación.

Lo cierto es, no obstante, que nuestra sociedad de hoy no parece estar en tal estado de unanimidad, sino en un instante de seducción hacia una especie de almoneda de la realidad de España y su sistema político mismo, la adámica conciencia de estar inventando otra España, que no sea España, y un mundo de diseño, si juzgamos las cosas por la actitud ferial de los partidos y sus juglares o el espectáculo de gallos cacareadores y ensangrentados que nos ofrecen. Aunque no faltan quienes nos advierten de que son necesidades de la sociedad del espectáculo, y de las mascaradas, o técnicas de «la ingeniería de almas», y de la estupidización de la mente a través del lenguaje, y hay que sufrirlas.

La seria y libre reflexión en las elecciones políticas modernas no debiera ser difícil, porque ya no se dan constricciones externas y juegos caciquiles, o hechos como que un candidato de palabra fácil prometiera un puente en un pueblo donde no había río, fuera abucheado, y, reflexionando luego sobre su error, decidiera prometer también un río y ganase al fin aquel distrito. Pero era que ya se sabía cómo halagar la real y soberana gana española para decidir cualquier cosa, incluso que se fabrique un río o que lo blanco sea negro, y que lo que decide cada cual es ley para todos, como la voluntad del Führer.

Así que lo deseable sería, ahora como en todas las elecciones, que una gran parte de quienes eligen y son elegidos tuviera el sentido común de quien echa sus cuentas entre los pájaros en mano, sin mirar siquiera los cientos de ellos volando con sus alas de oro. Es decir, el sentido común del bien común que era simbolizado en aquella vieja medida de la justicia que ofrecía a todos su plato para todos los días y su taza de plata para los domingos, mientras aguardaban mayores y fundadas esperanzas, sentados tranquilamente a la puerta de casa, viendo pasar el mundo.

Esta formulación está en una página de Kierkegaard, y don Ramón Carande decía que alegorizaba «la buena economía» como una hermosa pintura de Lorenzetti alegoriza «el buen gobierno». Y, para construir éste sólo se necesita, realmente, el mejor juicio sobre las necesidades y las razones de la justicia.