El desafío independentista
Mayoría silenciosa
Entre las muchas cosas que se les ha dicho a los partidos secesionistas catalanes está que ese referéndum que anhelan, no podría celebrarse sólo en Cataluña porque afecta a toda España. Como niegan la mayor –que Cataluña sea España– les produce urticaria la sola idea de que en su destino se entrometan los españoles: Cataluña será lo que quieran los catalanes; los españoles, a callar.
El planteamiento en sí es odioso por lo que tiene de desprecio, como si desgajar una parte de España no fuese con nosotros. Pero es coherente. Ya al elaborar el actual Estatuto de autonomía quedó claro cual era su verdadero cariz: bajo ese manto estatutario se ensayó una constitución encubierta que una nación y sus ciudadanos se dan a sí mismos.
Partía de esa lógica, era un paso hacia la independencia y su mensaje era, de momento, decirle a España dos cosas: qué papel asignaba Cataluña al Estado en su territorio –mínimo, residual– y cómo mandaba Cataluña que fuese en lo sucesivo España. Visto tal planteamiento a veces he pensado si tanto problema territorial quedaría solucionado con una reforma simple, la del artículo 5 de la Constitución y que en vez de decir «La capital del Estado es la villa de Madrid», dijese «La capital del Estado es la villa de Barcelona».
Bromas aparte vuelvo al referéndum. A propósito de a quién habría que consultar –si sólo a los catalanes o a todos los españoles–, se ha apuntado un feliz y sencillo símil: en una comunidad de vecinos los acuerdos que afectan al ser de la comunidad no los adoptan unos pocos, sino que requieren el parecer unánime. Y es que cuando están en juego cosas importantes hay que oír a todos, lo que choca con esa tendencia cada vez más acentuada a no contar con los afectados.
Lo de Cataluña es un caso más. Ese riesgo se corre en ámbitos dispares, también la Justicia, territorio propicio para debates entre iniciados, casi siempre las asociaciones judiciales. Es obvio que no hay debates sociales sobre la Justicia, y cuando digo sociales quiero decir que estén en boca de los ciudadanos: nunca, ni en una cola ni en el autobús he oído discusiones, por ejemplo, sobre cómo hay que elegir al Consejo General del Poder Judicial. No estoy planteando que los dimes y diretes de la política judicial se ventilen mediante consultas populares. No he enloquecido y soy consciente de que hay un muro de cuestiones jurídicas poco o nada popularizables.
Pero hay cuestiones que están encima de la mesa como, por ejemplo, quien debe instruir las causas penales, si los jueces o los fiscales, que no pueden quedar encerradas en un debate entre expertos o eruditos, ni siquiera entre políticos ni partidos, por muy representantes que sean de los ciudadanos. He traído ese ejemplo por su relevancia y actualidad porque esa parcela de la justicia –la investigación y persecución de los delitos– trasciende a una opción procesal, ni puede verse como un tira y afloja corporativo entre jueces y fiscales. La Constitución proclama derechos y libertades y el Código Penal los protege –es la Constitución negativa–, luego la credibilidad del sistema político depende mucho de cómo se proteja, si se hace sin trampa ni cartón y ahí la función de la Justicia penal es clave. Y esto no es cuestión de iniciados y para iniciados. En las postrimerías del franquismo sonaba aquello de la «mayoría silenciosa», una forma cursi de reclamar democracia y se refería a una masa ciudadana que clamaba por hablar y ser oída. Finalmente habló y fue oída, pero al cabo del tiempo las cosas no han cambiado mucho, es más, a la vista de las sorpresas de algún referéndum o de algún resultado electoral, no parece que convenga dejar hablar y oír. El pensamiento único y dominante ve sus esquemas peligrar y le conviene de nuevo una masa silenciosa, salvo la que tenga a bien que vocifere. Peor aún sería que esa masa optase por el silencio, porque lo cómodo es que las reformas vengan hechas y sólo cayese en la cuenta cuando ya amarilleen las hojas del BOE en que se publicó tal o cual reforma y el sistema esté desacreditado.
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