El desafío independentista
Miedo me da
Al margen del valor o del nulo valor de lo declarado por Puigdemont el 10 de octubre o del papel firmado en el Parlamento catalán, lo cierto y verdad –por inequívoco– es que en Cataluña gobierno y parlamento se han declarado ajenos a España, repudian nuestra Constitución, no reconocen a nuestros tribunales y han dirigido iniciativas sediciosas. Y ahí siguen. Lo suyo más que golpe de Estado es una pertinaz paliza al Estado y así han logrado crear un tercer tipo de asonada: están las que triunfan, el golpista gobierna y los legítimos gobernantes son encarcelados; las que fracasan y los encarcelados son sus promotores. Y está la asonada catalana: no se sabe si los golpistas triunfan o no, pero siguen golpeando al Estado desde sus cargos, con su televisión, su policía, sus asociaciones sicarias... y el Estado golpeado empeñado en «seducirles».
Digo esto último porque gobiernen o no tras unas futuras elecciones autonómicas las fuerzas aglutinadas en ese engendro llamado Juntos por el Sí, parece que la crisis catalana se reconduciría con una reforma constitucional pero sin tocar todo lo que ha llevado a esta asonada: me refiero a esa constante perversión del sentido común, de la realidad y de la historia que el separatismo ha ido transmitiendo a sus ciudadanos, el odio hacia España inoculado en su sistema educativo, que sus medios de comunicación empleen la mentira como argumento básico, etc. Si todo eso no se enmienda por un futuro gobierno autonómico leal y constitucional seguiremos donde siempre y estaremos en la esquina del ring esperando el siguiente round de esta historia interminable.
La cuestión es en qué consistiría una reforma constitucional que –se dice– calmaría las ansiedades de los independentistas catalanes. Por lo que llevo oído intuyo ideas a las que ya me he referido desde estas páginas y que dan miedo, porque atisbo una reforma no para fortalecer y cohesionar al Estado, sino para calmar al separatista; es decir, que daría más potencia jurídica a lo que nos debilita. Cuando me pregunto qué podría calmar a quienes tienen ya uno de los mayores niveles de autonomía de Europa y, teóricamente, renunciarían a la independencia, no concibo otro espacio –y ojalá me equivoque– que ofrecerles un estatus de cuasindependencia.
Intuyo que las ideas van por reconocer a Cataluña como nación, dotándola de dos piezas siempre deseadas por el separatismo: independencia fiscal y Justicia. Sin llamársele así, se iría a una suerte de Estado asociado, lo que no sería ni mucho menos una humillante cesión para los separatistas, sino un negocio redondo: con ese vínculo España sería el permanente garante de su déficit y de su pertenencia a la Unión Europea. Por tanto, si la educación, la propaganda, la policía –es decir, lo que ha llevado a todo esto– sigue en sus manos y encima pueden conseguir tener sus jueces, su Hacienda, su inspección tributaria, ¿de qué quejarse?, ¿quién les incordiaría con investigaciones sobre el 3% y otras impertinencias?. Y, para rematar, pasarían de región a nación.
Desde su obtusa mentalidad quizás los independentistas radicales verían una derrota, no así los más cucos y posibilistas que siempre han visto que lo práctico y rentable es estar dentro y chantajeando que fuera y a la intemperie. En definitiva, que si mis temores se confirman iríamos a un juego de trilerismo constitucional como respuesta del Estado a los miles de ciudadanos que se han manifestado masivamente por la unidad de España.Ni siquiera la hipótesis de un gobierno de concentración constitucionalista en Cataluña mitiga el temor, pues la siembra de odio está ahí, años de mentiras siguen dando sus frutos y los independentistas, tarde o temprano, recuperarían un poder ya potenciado con esas «estructuras de Estado».
Los promotores de esta salida –los socialistas– instaurarían su modelo federal, la idea de España se difuminaría y si ya es inviable el Estado autonómico, ahora tendríamos uno federal en el que otras regiones querrán ser naciones ibéricas con el estatus catalán. El partido gobernante, sin iniciativa ni discurso, traicionaría de nuevo a su electorado y vendería todo como una suerte de «esto es lo que hay». Lo suyo sería salir de «este lío» y que la próxima generación se busque la vida.
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