Antonio Cañizares
¿Qué es Europa? ¿Adónde va?
Europa en estos momentos, como también España, pasa por momentos de definición. Es un hecho de Europa se ve acosada por quienes desean que Europa deje de serlo o que sea otra cosa. Cuando Schumann, De Gasperi, Monet, Adenauer, decidieron reconstruir y unir Europa, reconstruir una nueva Europa y superar enfrentamientos entre sus naciones, tras el fracaso rotundo de la segunda guerra mundial, repetido este mismo fracaso o desastre que ya antes se había producido en la primera guerra, lo que intentaban aquellos «padres» de la nueva Europa reconstruida, era consolidarla sobre lo que da unidad, identidad, cohesión, y fundamento a un proyecto o empresa común de lo que es Europa. Esto parece se está olvidando: así nos va.
Hoy, fuerzas, aparentemente «triunfadoras» en la opinión pública en las que impera el vacío de la nada, la superficialidad, el hedonismo y el relativismo, fuerzas interesadamente apoyadas según parece por el nuevo Orden Mundial que llega, o potencias adversas a Europa que miran a Europa con mucho recelo y la ven como un obstáculo para sus fines intentan como sea que Europa no sea Europa; y así se está produciendo la siembra de la mala semilla de una cierta balkanización o atomización que divida a Europa y le quite cohesión, o, sobre todo, la siembra de la semilla de debilitamiento o desdibujamiento de las señas identitarias de Europa, es decir de unos principios fundantes que la apoyan y le permiten ser lo que es o ha sido, crecer en unidad, tener fuerza creativa de futuro y de influjo en el concierto de las naciones, y de capacidad para el desarrollo y progreso integral e importantes empresas.
Ante este panorama, que creo que no se puede negar porque los hechos son los que son y saben ustedes a lo que me refiero, hay que preguntarse: «¿Qué es en realidad Europa?». ¿Dónde comienza y dónde termina Europa?¿Por qué, por ejemplo, Siberia no pertenece a Europa, aunque esté habitada, por europeos?¿Dónde se encentran sus límites y fronteras?... Europa, sólo de forma secundaria, es un concepto geográfico –también España–: Europa no es continente geográficamente aprehensible con claridad, sino un concepto cultural, espiritual e histórico. Podríamos añadir que la identidad de Europa va más allá incluso de sus orígenes temporales y de la evolución misma de la configuración política y de las relaciones que a lo largo de los siglos hasta el presente, han asumido o pueden asumir los territorios a los que hoy consideramos en su conjunto Europa, la cual tiene una identidad propia y por eso y a eso, a su identidad, acudieron los padres, a los que he citado, de la Europa moderna, de la Unión Europea, delineada a grandes rasgos como un proyecto de comunidad política y ética.
Porque Europa, no será o no sería nada si no fuese también expresión y vehículo de una cierta civilización, que comprende nuestra cultura y nuestros valores, una expresión de quiénes somos y de lo que querríamos ser, fieles a lo que hemos recibido como base de futuro, para crear futuro y llevar a cabo grandes empresas que enorgullecen y comprometen hoy. Europa no es solo una realidad empírica, sino también un ideal: un proyecto de comunidad política inseparable del bien común; esta Comunidad y su identidad presuponen la existencia de la historia. Como decía Ortega y Gasset, «Europa existe con anterioridad a la existencia de las naciones europeas. En este sentido, las naciones de Occidente se han ido formando poco a poco, como núcleos más densos de socialización, dentro de la más amplia sociedad europea que, como un ámbito social, preexistía a ellas», y empezó a formarse desde hace más de veinte siglos en la cultura griega, el derecho romano y la religión cristiana.
Europa ha sido definida como «un acontecimiento espiritual» en el que «nadie que aprecie más el bien y la verdad del ser personal del hombre que cualquier posesión mater ial» se siente extranjero. Europa se define, así, por su unidad cultural por su ser acontecimiento espiritual: ella es, en efecto, cuna y morada de las ideas de persona, verdad y libertad, bien común, justicia y paz. Hace, por ello, referencia a un punto de partida, o, mejor aún, a una tradición viva que permanece y que incluye la filosofía griega, el derecho romano y el cristianismo. Hace referencia a sí mismo a una «misión» hacia otros pueblos que mira hacia el futuro. Pero ese mirar al futuro y esa misión no implican una continua superación o creación de la nada que deja totalmente atrás el pasado, sino que en su tradición se refleja el desarrollo de una verdad originaria y originante, de una arché, que establece un inicio, el cual se actualiza y revitaliza siempre de nuevo. Los elementos base de esa arché logran su unidad por obra de la Iglesia sobre la base del Evangelio de Jesucristo. En este sentido el cristianismo constituye el alma más auténtica de Europa (G. del Pozo).
Si bien es verdad que Europa y cristianismo no coinciden, ni nunca han coincidido del todo, también lo es con toda evidencia que la matriz cristiana ha sido lo que ha dado su impronta peculiar a la humanitas europea. Hasta cuando ciertos sectores se apartaban de la Iglesia, los valores que defendían –la solidaridad, la justicia, la libertad, la razón y la fraternidad– eran valores de cuño cristiano. Eso valores habían penetrado las capas más profundas de la conciencia europea al hilo de la consideración de la persona humana surgida en la experiencia de la Iglesia. Las «raíces cristianas» son una verdad histórica, empíricamente comprobable, y apelar a ellas en este momento de una cierta confusión espiritual y cultural es algo perfectamente legítimo y razonable, algo que, razonablemente, no deberíamos omitir, aunque quepa a veces un mal uso de esta verdad, tanto desde dentro como desde fuera de la Iglesia.
Para ser ella misma en efecto, para impulsar su integración plena, que buscaban los padres fundadores de la Unión Europea, e ir más allá de unas relaciones funcionales o económicas, Europa tiene necesidad de reconocer su propia historia, sin la que no puede identificarse a sí misma, ni lograr su «integración» y la construcción de «su unidad en la diversidad», ni tener ningún relato en torno al cual reunirse, ni ningún ethos ni ningún telos para su futuro y edificación futura. No resulta, pues, exagerado decir con palabras de De Gasperi, que «la matriz de la civilización contemporánea se halla en el cristianismo». Olvidarlo o suprimirlo nos lleva al vacío, al caos y a la incapacidad de futuro.
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